La Voz de Galicia
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Antes de que todas las ciudades fueran la misma ciudad. Antes de que gracias a esa monstruosidad de la aldea global un norteamericano pudiera dar la vuelta al mundo sin bajarse de un Mcdonald´s. Antes de que los turistas peinasen hasta los últimos confines y cuando crees que estás llegando a un territorio virgen, excitado como un conquistador, aparecen dos japoneses fotografiándolo todo con la lacónica indiferencia de un notario. Antes de que el mundo fuera una enorme franquicia que exhala un aburrido aliento multinacional. Antes, había ciudades portuarias.
En todas ellas había un barrio chino. Pero no era Chinatown ni un lugar donde comprar chucherías de a euro. Era un hervidero de tabernas y burdeles, un acrisolado territorio fronterizo donde se componía el cuplé y se discutía a navajazos. Donde los nombres de los marineros se tatuaban en los flácidos antebrazos de las meretrices. Donde los mostradores servían contrabando y ambrosía. Donde miembros de una concurrida legión extranjera huían de su propio desapego, embarcando hacia sí mismos. Todos estos tópicos salidos del baúl de Concha Piquer, están contenidos en esta foto. Dos alumnos de un buque escuela con petate y marinería. Dos aspirantes a proyectar la sombra de Corto Maltés. Dos secundarios de carácter que podrían alistarse en el dramatis personae de una novela de Stevenson. Como Gene Kelly y Sinatra con un día de permiso.
Detrás de ellos aún calientan los últimos rescoldos del 15-M. Una aventura que busca con desesperación un cronista adecuado que pueda trasegar tanto desconcierto. Que acierte con el tono adecuado para contar esta historia y que entienda que sus personajes son individualidades diluidas en una heterogénea multitud difícil de clasificar y, por lo visto, imposible de pastorear. Un rebaño que ya no reconoce el redil.
La foto demuestra que todavía hay fotógrafos que son capaces de estimular pasajes cinematográficos dormidos en nuestra memoria sentimental. Gracias a ello, de sus objetivos brotan escenas intemporales, evocadoras como un daguerrotipo. A veces, parece que vuelve la química a rescatar la fotografía de esa ciénaga plana, de esa fiesta tecnológica que ha separado al fotógrafo del laboratorio y lo ha convertido en un oficinista de manguitos digitales. La cámara de Óscar París late al mismo ritmo de la ciudad de A Coruña.