La Voz de Galicia
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Cuando las hormigoneras dejan de girar, el campo reclama lo que es suyo. El cemento se doblega al silente murmullo del monte bajo. Éramos muy arrogantes cuando creíamos que estábamos construyendo. Los arquitectos garabateaban sus sueños en las servilletas de los restaurantes. Pero cuando lo hacían los constructores pasaban dos cosas: la cuenta del restaurante era mucho más cara y el dibujo mucho más necio. Levantábamos alegremente ciudades con la misma celeridad con la que retrocedía nuestra tacaña demografía. Nos comportábamos como brokers devoradores de metros cuadrados, alicatando nuestro apetito inversor de inmobiliaria en inmobiliaria. Cuando los dúplex pasaron de moda nos inventamos ese rollo de los lofts. Como no era suficiente nos adosamos unos a otros. Los bancos creían en los ciudadanos. Bueno, en realidad creían en la sinceridad de su deuda. En las sucursales se despachaban las hipotecas con el cándido optimismo de un musical americano. El euríbor era la canción del verano. Pero la sensación de fin de fiesta ya se barruntaba en el andamio.
Cuando el ladrillo dejó de ser barro acuñado para ser solo barro cocido, llegó la ruina en forma de abandono.
No obstante hay una rara belleza en las construcciones mutiladas. Campos de pilares, agudos como menhires, huérfanos de un orden o un canon. Urbanizaciones fantasma que prometían domingos de barbacoa y cortacésped. Erráticas acotaciones en el territorio trazadas con el grosero tiralíneas especulativo. Dentro de unos cuantos siglos no habrá forma de estudiar este período histórico. Llamarán e este sinsentido neodesarrollismo o algo así. La buena arquitectura se reserva para esos edificios que calman nuestra inveterada sed de cultura y la turbia megalomanía de los que nos dirigen. Pero sus salas sueñan con contenidos. De esa otra arquitectura silenciosa, la que bebe de la tradición y dialoga con el entorno, la que no le debe su naturaleza a la legítima ambición creativa de ningún arquitecto, de esa no hay ni rastro. El dinero ha comprado las ideas y el dinero no piensa. Solo se reproduce a sí mismo con la misma tozuda horizontalidad con la que lo hace el monte bajo.