La Voz de Galicia
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El europeísmo no es exclusivo de Felipe González. Por mucho que salga en las sesudas tertulias, administrando el rescoldo magnético que aún posee, para seducirnos con sus batallitas con Helmut Kohl. José Luis Uribarri y José María Íñigo también hacen geopolítica cuando analizan las votaciones en Eurovisión, denunciando los contubernios de las antiguas repúblicas soviéticas o ensalzando la lealtad de los vecinos portugueses a nuestro campeón. De hecho, Uribarri y sus facultades adivinatorias llegaron a ser más protagonistas que el propio intérprete, al que mandamos al frente para que se inmole con una cancioncita insustancial. Más que una canción lo que mandamos fue un soniquete, un largo estribillo, un machacón «jingle». Uribarri es Eurovisión. Por eso se pilló un gran cabreo cuando Chiquilicuatre pisoteó las flores de su jardín. La principal cualidad de Uribarri (también de Eurovisión) es su atemporalidad: siempre ha resultado trasnochado. Incluso cuando dirigía «Aplauso» con otro gran monstruo, José Luis Fradejas, en la pista de «La juventud baila». Esto era a finales de los setenta, en plena explosión punk y un poco antes de la movida madrileña. Mientras, Uribarri nos adormecía sirviendo una correcta ensalada melódica con «hits» del momento. La misma cháchara modosita que largaba el festival. Eurovisión y Uribarri comparten esa nostalgia por la canción ligera. Tan ligera que se diluye. Por eso es casi más importante el vestuario. Lo demuestran los representantes de Moldavia: van al mismo sastre que David el Gnomo. Por eso son mucho más divertidas y emocionantes las puntuaciones. Sobre todo cuando aún se oían en francés y todos recitábamos la legendaria letanía «Guayominí, catre puá». Ahí estriba la otra gran aportación del festival: hacer que la traducción de Reino Unido suene a república bananera.