La Voz de Galicia
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Los norteamericanos controlan magistralmente su propaganda. Por un puñado de barras y estrellas son capaces de reescribir la historia. Esto explica que de vez en cuando se regalen con estas imágenes amables y costumbristas. Estampas que parecen pintadas por el célebre ilustrador Norman Rockwell, como simpáticos frescos del New Deal. Marines de los EE. UU. armados hasta los dientes, capaces de interrumpir su sagrada cruzada (esa que preservará para siempre nuestro estilo de vida) para jugar con niños afganos o para repartir chocolatinas. Aparte de ser muy amigos del rifle, los norteamericanos también lo son de aderezar los magnicidios con un poco de misterio, peripecias conspirativas y cine negro. Aún no sabemos quién mató a Kennedy y mucha gente aún desconfía de la muerte de Elvis. De hecho, Elvis y Marilyn podrían estar viviendo en un coqueto pareado en Malibú, organizando lecturas literarias de «El guardián entre el centeno». 
Por eso no bastaba con liquidar a Bin Laden, tenían que darle su toque naíf y rebautizarlo como Gerónimo. Un inapropiado homenaje al chapucero y piadoso genocidio que ellos mismos perpetraron contra los nativos americanos. Incluso han logrado lo indescriptible: una cierta corriente de empatía hacia un hombre desarmado, que a lo mejor opuso resistencia entonando unos salmos. Luego arrojaron su cadáver al mar según un rito musulmán, tan ortodoxo como las bodas balinesas de algunos famosos. Por último, no distribuyen las fotos porque no quieren regodearse, abriendo así la espita a la inagotable tentación fabuladora. No han faltado, eso sí, fotos de Obama, como gran comandante en jefe, echándose sobre sus espaldas todo el peso de la decisión. Gracias a esa pesada carga, que Obama lleva con la prestancia inherente a la soledad del líder, su popularidad ha subido más de diez puntos. Hace días tuvo que publicar su partida de nacimiento para despejar las dudas sobre su americanismo.