La Voz de Galicia
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Mi sastre tiene una bobalicona vocación de cortesano. Lo sabe todo de los intríngulis del más rancio protocolo y conoce, por el papel couché, a cada miembro de las familias más principales, a cada prócer. Le fascinan los apellidos blasonados, los románticos amoríos morganáticos, los heroicos linajes y todas las grandezas que proporciona una cuna rica. Habría querido que su donaire, ganado a pulso después de embridar su origen humilde, fuera de toda la vida. Hay un torrente crecido de sangre azul que baja por su soñadora cabeza de sastrecillo valiente. Su auténtico sueño sería pasar una soleada tarde en Balmoral, plisándole la falda al Príncipe Carlos y acometiendo la ímproba tarea de feminizar a Camila Parker Bowles. Pero si una de las monarquías parlamentarias más antigua de Europa la sazonas con el humor más recalcitrante, el británico, el resultado es un hilarante episodio de Monty Python. Los británicos no tienen reparos en mofarse de su Reina. Porque adoran a su Reina. Su propia tradición les ampara y legitima para el monárquico cachondeo. Dentro de dos semanas el príncipe Guillermo unirá su destino a Kate Middleton. Estos días unos dobles de los novios, acompañados de la Reina, salieron a la calle y causaron estupor. Acudieron a comer pollo frito a un restaurante de comida rápida. Ella de blanco, él luciendo una guerrera roja mechada de medallas de hojalata. Las manos groseramente ocupadas con las grasientas tajadas. La Reina blande una patata frita. Mi sastre, cuando presencia estas irreverentes frivolidades, sufre tanto como Jaime Peñafiel cuando descubrió que la princesa Leticia tenía ideas propias. Y que además, ignorando insolentemente su origen plebeyo, las expresaba.