La Voz de Galicia
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Todo lo que pasa en las fotos de Alberto García Alix es verdad. Y además cotidiano. En su barrio está contenido todo su propio National Geografic. Una habitación de una pensión es tan grande como un país lejano. Sus héroes son los colegas con los que comparte vivencias y sustancias. Puedes seguir el relato de sus vidas de foto en foto. No necesita nada más.
Cuando habla de arquitecturas solitarias o cuando emplea el desenfoque es uno más. Cuando habla de personas es único. Es capaz de convertir a dos tiernas lumis en exquisitas odaliscas de Ingres abandonadas en un mugriento diván; retratar a Inés Sastre a la manera de Helmut Newton; vislumbrar en un chucho callejero al perro semihundido de Goya; sobrepasar con la foto del baño de su casa a todos esos hiperrealistas que retratan inodoros con aburrido virtuosismo.
Si un pintor no dispone de modelo se pinta a sí mismo. Por eso García Alix tiene en el retrato un tema recurrente. Pero no hay ni rastro de exhibicionismo o autocomplacencia. Es sólo que, a veces, simplemente están él y su cámara y una necesidad imparable de asomarse al alma humana.  
García Alix es fotógrafo. Con esta obviedad pretendo diferenciarlo de esos otros artistas que hablan de la fotografía como “el soporte” y cuya precariedad técnica es insoportable. Era fotógrafo mucho antes de que los comisarios redentores rescataran la fotografía de un limbo artesanal para elevarla a los altares del arte contemporáneo. Cuando sales tienes ganas de darte un banquete de blanco y negro y vomitar tanto megapíxel y tanta precisión digital. Te gustaría desempolvar tu vieja réflex.
Últimamente ha viajado a China que es donde parece ser tienen que ir los artistas bien informados. Espero que no se adocene. O tendrá que volver a su barrio. El barrio interior.