La Voz de Galicia
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A Luis Buñuel le hacía gracia leer las críticas de sus películas. Le divertían las lecturas que de ellas hacían la espesa camarilla intelectual. Eran plúmbeos ensayos sobre su truculenta simbología o sobre el contenido onírico de las cintas. Buñuel bromeaba: «Vaya, no se me había ocurrido…». Sobre su cine decía, como buen surrealista, que no significaba nada. Las evocadoras imágenes de Buñuel brotaban de sus entrañas de una forma automática, o esto era lo que él aseguraba, de una forma seca y lacónica. Puede que calculada.
No sabemos si Virxilio Viéitez abrigaba intenciones artísticas. Era una época en la que la fotografía todavía no habitaba en los museos de arte contemporáneo .
Seguramente Virxilio no sabía que ya era un eficaz y certero documentalista o que compartía con Richard Avedon esa franqueza hierática en el retrato. Avedon hacía intensos retratos en blanco y negro sobre fondo blanco. Viéitez hacía intensos retratos sobre una sábana blanca para el carnet de identidad. Esta paradoja pone al descubierto toda la fragilidad y todas las vanidades de la actividad artística.
Hoy todo el mundo hace fotos. Pronto tendrán cámaras hasta los bolígrafos. Pero no hay respeto por la imagen fotografiada y como ya no se revela, todo es inmediato, fácil y barato. Viéitez sí sentía ese respeto, y sus clientes también. La gente se acercaba a esta liturgia con traje de domingo, como en un ritual iniciático de la tribu. Todavía había algo mágico y misterioso en esta extraña ceremonia. Me  imagino la escena: un niño asustado con zapatos nuevos —que aún le aprietan— se planta en el centro de una corredoira delante del fotógrafo, que espera armado con su aparatosa Rollei de formato cuadrado. El niño mira a cámara, porque de eso se trata, el fotógrafo espera y decide, manda. Casi siempre eran uno o dos fotogramas. No fallaba nunca. La imagen, de gran expresividad gracias a la intuición de Viéitez y a su fecunda interacción con el retratado, solía cruzar el Atlántico y un pariente al otro lado disfrutaba el resultado.
Viéitez trataba el retrato de un forma muy personal. La toma frontal era su seña de identidad. El retratado ocupaba el centro de la imagen, casi siempre con luz natural. El encuadre y el fondo lo decidía él y es ahí donde da pistas de su poderoso genio. De sus encuadres podemos extraer la crónica fiel de una época. Pero siempre había un invitado, que además se hacía cargo de las costas.
Puede que Viéitez llegara a la fotografía como un torero que quiere escapar de la miseria o, como en su caso, de los trabajos ingratos. Pero a los toreros también les llega el arte por añadidura. Y si no ya se encargarán de ello los cronistas.