Tres erán tres, las hijas del rey… Y tres eran los posibles sucesores de José María Aznar, el hombre que en la cúspide de su poder decidió ser fiel a su palabra y dejar de habitar el palacio de la Moncloa para convertirse en expresidente, en un jarrón chino algo vigoréxico, definitivamente antipático y tal vez poseído por un espíritu salvapatrias, de esos que cuando se miran a un espejo solo ven un hombre providencial e incomprendido.
Aquel gigante capaz de poner los pies en la mesa del presidente de Estados Unidos escribía notas en un misterioso cuaderno azul. Le gustaba que la gente hiciera quinielas. Su triunfo por mayoría absoluta en el año 2000 le había facilitado una prerrogativa: designar a su heredero al frente del PP y, eso creían en Génova antes de los atentados del 11-M, del Consejo de Ministros.
Los candidatos a recibir el dedazo del divino presidente eran tres: Mariano Rajoy, que acabó logrando, tras dos derrotas, una victoria más completa que la de Aznar; Jaime Mayor Oreja, fanaticamente enrocado en otro tiempo político; y Rodrigo Rato, tal vez la figura más prestigiosa de aquel Gobierno que, galopando de forma entusiasta a lomos de la burbuja inmobiliaria, presumia de que España iba bien, muy bien, y de que habá forjado un milagro económico inédito en el mundo mundial.
Dentro del PP, Rato era un ídolo, se le jaleó hasta anteayer -cuando estalló el escándalo de las tarjetas black de Bankia- como el mejor ministro de Economía de la democracia. Fuera era respetado. Su figura no se empequeñeció por no ser investido con las llaves del número 13 de la calle Génova. Según las memorias de Aznar, el propio Rato rechazó dos veces la nominación. Su prestigio permitió que le dieran un excelente destino en el extranjero: ser director del FMI no está al alcance de cualquiera. O eso parecía entonces, en el año 2004, cuando se construyó el mito.
Desde Washington Rato proyectó una alargada sombra sobre la política española y sobre el propio Rajoy. No vio venir la crisis más grave que ha sufrido occidente desde la gran depresión. Y en junio del 2007 salió por la puerta de atrás del FMI al dimitir por sorpresa alegando razones personales. Después ocupó varios cargos en diferentes empresas e instituciones financieras, pero su siguiente gran destino fue Caja Madrid. La presidió desde enero del 2010. Y dirigió el proceso para crear ese monstruo llamado Bankia con la fusión de la enladrilladamente podrida caja madrileña con Bancaja, La Caja de Canarias, Caja Ávila, Caja Segovia, Caixa Laietana y Caja Rioja.
Bankia salió a Bolsa con pompa, boato y alharacas en julio del 2011. La imagen de Rato tocando la campana se convirtió en un icono. Pero aquello era solo un trampantojo. Las cuentas de aquel año escondían un desfase patrimonial de 3.500 millones. El antiguo vicepresidente de Aznar tuvo que salir por patas, su aureola de gran gestor rota para siempre. Renunció, aplastado por la realidad, en mayo del 2012. Y empezó el calvario que ha concluido ahora con su detención por presuntos delitos de fraude fiscal, alzamiento de bienes y blanqueo de capitales.
Repudiado por el PP, estigmatizado por el escándalo de las tarjetas black, denostado por los ciudadanos que pagaron sus políticas irresponsables (además de su parte alicuota en el inflado de la burbuja, Rato fue el creador del famoso déficit de tarifa eléctrica), sus privatizaciones (Tabacalera y Argentaria) y sus huidas hacia adelante, el mito Rato ha caido. Posiblemente no vaya a la cárcel, como su antecesor en Caja Madrid Miguel Blesa, pero los halagaos del pasado y aquel leitmotiv de que había sido el mejor ministro de Economía de España pronto solo servirán para el escarnio. Al hombre que pudo reinar después de Aznar Montoro le concedió una amnistía, pero los ciudadanos no se la darán. ¿Y la historia? Ay, la historia lo juzgará con extrema y necesaria severidad.