Desde hace décadas contamos con infinidad de estudios, informes, estadísticas, leyes, protocolos, planes, estrategias, declaraciones, buenas prácticas, etcétera, para abordar el catastrófico problema de los incendios forestales, aquí, en Galicia, y allí, en los países más avanzados del Planeta (como Estados Unidos y Australia) donde los incendios destruyen también vidas humanas, arruinan viviendas y arrasan miles de hectáreas de suelos, forestales o no. Una vez más nuestra sociedad se indigna con razón ante una lacra que ahora llama a las puertas de nuestros hogares en los mismos centros urbanos. Y, todos nos preguntamos, ¿cómo es posible que, en pleno siglo XXI, nos seamos capaces de acabar con tan devastadores fenómenos?
Tengo para mi que no se trata de un hecho irresistible que ha de pesar inevitablemente sobre nosotros. Albergo cierta esperanza en que es posible al menos minimizar las consecuencias de tan repetidos y lamentables sucesos. Y, soy moderadamente optimista porque, así como en el origen del problema está, casi siempre, el ser humano (el consabido dato de la intencionalidad de los incendios y la enferma personalidad de los incendiarios), la buena senda de los remedios está inseparablemente unida a la inteligencia humana, curtida por una largas y dolorosas experiencias.
De la lectura de muchas de las informaciones de expertos que se han publicado en estos días, deduzco que buena parte del problema de los incendios forestales de nuestros días hay que vincularlo con el problema global del cambio climático. Los efectos del calentamiento global sobre adversos fenómenos meteorológicos, parecen expresar claros indicios de tan grave problema. Pero, incluso, sobre la lucha contra el cambio climático hay estrategias y medidas en curso (como el Acuerdo de Paris) que tratan de revertir el cambio global y caminar hacia una sociedad descarbonizada, si bien todavía hay muchos obstáculos en la hoja de ruta propuesta.
En el específico campo de los incendios forestales, la “ciencia del fuego” ha avanzado de forma impresionante y ha permitido mejorar indiscutiblemente en todas las actuaciones de prevención, de intervención y de reparación de los daños. Ante tanto dolor y rabia, tras las catástrofes humanas y ambientales que se derivan cada uno de los incendios, la imaginación humana se ha avivado en la búsqueda de soluciones y la innovación aporta ya nuevos y eficaces instrumentos de combate. Sin embargo, a mi juicio, la lucha más eficaz -en la que vienen insistiendo casi todos los expertos- es la batalla callada y silenciosa de la prevención que pasa por una “política integrada en la gestión de los incendios” en cuya base está una buena ordenación del territorio (desarrollo rural, ordenación forestal, protección de la biodiversidad, gestión de riesgos, etc.), adecuada para cada espacio territorial y para cada ecosistema, y, sobre todo, de forma prioritaria, por una profunda educación ambiental y alfabetización ecológica.
Al final, la clave está siempre en el “factor humano” y, por tal motivo, la mejor inversión está en proporcionar a los seres humanos los fundamentos éticos para su pacífica convivencia con la naturaleza y para conjurar cualquier atisbo de conducta “ecocida” y, por lo tanto, antisocial. Ojalá que pasados estos fatídicos días que estamos viviendo en Galicia, recordemos todos –los agentes públicos y privados- la necesidad de trabajar colaborativamente en el diseño y seguimiento de una cabal política de prevención.