Todavía están muy vivas en nuestras retinas las pavorosas imágenes de los gigantes incendios forestales que han asolado una de las comarcas del interior de la provincia de Valencia y en los que, para mayor desgracia, ha fallecido el piloto de uno de los helicópteros implicados en su extinción. En pocos días, en la zona de Cortes de Pallás y Andilla, las llamas han arrasado más de 50.000 hectáreas, suponiendo por la magnitud de la superficie calcinada, uno de los más graves ocurridos en España desde 2004. Un triste y recurrente ejemplo de catástrofe ambiental que golpea con fuerza la opinión pública y que, a su vez, salpica a los gobiernos y a los políticos de turno, aunque no siempre es fácil depurar con justicia las responsabilidades, bien sea por acción o por omisión.
Es muy fácil utilizar estos tristes acontecimientos, por unos y por otros, para tirarse los trastos a la cabeza, para hurgar en la herida, para obtener réditos políticos. Es muy sencillo y efectista. Pero, en mi opinión, lo verdaderamente legítimo es reclamar medidas preventivas más eficaces, proponer medios de intervención más inmediatos y justas reparaciones para los afectados. Más que nunca se precisa la solidaridad y consenso de las fuerzas políticas y sociales para abordar un problema que se repite, una y otra vez, y que no sabe de colores políticos.
Con la fuerte experiencia que tuvimos en Galicia con motivo de la catastrofe del Prestige (de la que este año se cumplen ya diez años) -y, ¿como no? de tantos incendios forestales que año a año se suceden-, tenemos aquí muy claro que lo más importante es aprender, sacar lecciones de estos traumáticos eventos. Que, una vez pasados los momentos más “calientes” de la crisis, analicemos con serenidad y reflexión desapasionada los variados aspectos del hecho catastrófico y de sus consecuencias. Es el momento en que políticos, científicos, técnicos, ciudadanía y la sociedad en general, se alíen en la búsqueda de las más oportunas soluciones.
Desgraciadamente los seres humanos –a los que nos debiera caracterizar la racionalidad- solemos funcionar, por general, de forma reactiva, es decir, sólo cuando el daño o la catástrofre se ha producido.
Huyo de la literatura catástrofista que se regodea en las desgracias y que trata de impresionar con sus fantasmagóricas consecuencias. Es el caso del reciente libro de Alok JHA –redactor de la sección de ciencia y tecnología del Guardian-, titulado “50 maneras de destruir el mundo”. Un batiburrillo de amenazas -ciertas muchas de ellas (no lo pongo en duda)- para los seres humanos y para nuestro Planeta: desde la denominada “sexta extinción masiva” de las especies, la “superpoblación”, el “desastre biotecnologico”, las especies invasoras, la muerte de las abejas, las guerras del agua, la destrucción de la capa de ozono, el aumento del nivel del mar, el “cierre de la corriente del Golfo”, el “megatsunami”, las “supertormentas”, etc. –por citar algunas de las amenazas más vinculadas con el medio ambiente- hasta otros más peregrinos riesgos para nuestra civilización (“superinteligencia artificial”, “transhumanismo” (!), “extraterrestres hostiles”, “superhumanos genéticos” (!!)…). Menos mal que su autor nos consuela en la introducción: “pero no hay que desanimarse. Cualquiera que sea el punto de vista científico con el que se observe el Fin (supongo que quiere decir el “fin” del planeta), podemos tener la garantía de que sólo un puñado de ellos supondría el fin de la Tierra como tal”. En lo que si estoy de acuerdo es lo que apuntilla seguidamente: “Nuestro Planeta, sin embargo, seguirá como si tal cosa después de la desaparición de los humanos o de los muchos millones de especies vivas”. Esto se llama “resiliencia”.
Sin querer discutir lo más mínimo la maravillosa libertad de expresión que hay que reconocer a todo ser humano, otro gallo cantaría si, en lugar de dedicar tanto esfuerzos de la prodigiosa mente humana manipulando los hechos catastróficos para inconfesables intereses partidistas o para recrearse en la estética apocalíptica, centráramos todos los empeños en aprender de nuestros errores.