Han pasado ya más de tres meses desde el gravísimo accidente en la central nuclear de Fukushima y la impresión que da es que este evento marca un antes y un después en el debate sobre las fuentes de energía y, en particular, como es lógico, en el debate nuclear. Es verdad que la casi totalidad de las víctimas han sido ocasionadas por el terremoto y posterior tsunami que, en cuestión de minutos, azotó las costas de Japón (hasta el momento se contabilizan más de 9.000 fallecidos y 12.645 se encuentran desaparecidos). Pero lo que sigue presente en nuestras retinas son los seis reactores nucleares de Fukushima de los que tres están seriamente dañados y que, a lo largo de estos meses, han seguido emitiendo y vertiendo sustancias radiactivas. Y no es fácil parar tan peligrosa contaminación.
Cuando a finales de abril de 1986 explotaba la central nuclear de Chernobil, dejando tras de si muchas de víctimas mortales y centenares de miles de evacuados, todos pensábamos que este accidente se debía a la falta de rigor en la seguridad de las centrales soviéticas. Ahora, cuando vemos que uno de los países tecnológicamente más avanzados del mundo como Japón sufre un accidente nuclear tan grave (equiparable, según la Escala Internacional de Eventos Nucleares, a Chernobil, con el grado 7), pues es normal que produzca espanto y terror incluso en los que, hasta ahora, habían confiado firmemente en esta fuente de energía. Reconozco que yo mismo, imbuido por la idea de que hay que sustituir cuanto antes los hidrocarburos -de los que tenemos tantísima dependencia en Europa y en España- para eliminar su negativa contribución de gases de efecto invernadero al cambio climático, pues que había que optar en parte, como un mal menor, por este tipo de energía.
Y cuando todo parecía que marchaba de maravilla para el lobby nuclear, cuando muchos países como Italia –por no salir del ámbito europeo- se habían replanteado construir nuevas centrales nucleares, cuando Alemania había decidido prorrogar la vida de algunas de sus centrales, cuando España estaba estudiando la prolongación de la vida útil de sus siete Centrales… Pues, llegó otro terremoto para tan sólido edificio nuclear y con el “efecto Fukushima” se han echado por tierra tantas esperanzas puestas en tan longevo mineral radiactivo, y como consecuencia, el Gobierno de la conservadora Merkel renuncia a la energía atómica y las últimas centrales alemanas dejarán de funcionar en 2022; el pasado domingo, los italianos rechazaron en el referendo, por una abrumadora mayoría, la energía nuclear;…
¿Cómo se ha notado en España el “efecto Fukushima”? Pues, por si acaso, se ha elevado –en virtud de la recientísima Ley 12/2011 sobre responsabilidad civil por daños nucleares– de los 700 a los 1.200 millones de euros la cobertura que deberán cubrir los titulares de centrales nucleares en concepto de responsabilidad civil, aunque, en realidad, se trata de adecuar la vieja normativa española (nacida con la Ley 25/1964) a la comunitaria.
No es nuevo este efecto psicológico –de rechazo a determinadas tecnologías, instalaciones o actividades potencialmente peligrosas- que se produce en la población cuando percibe un riesgo. De hecho son famosos los acrónimos que refieren a esta lógica reacción humana, como el efecto NIMBY (Not In My Back Yard; no en mi patio trasero), o el efecto NIMEY (Not In My Election Year; no en mi año de elecciones), o el efecto BANANA (Build Absolutely Nothing Anywhere Near Anything; No construir absolutamente nada en ningún lugar que esté cerca de algo), … al que podemos añadir (este es de mi cosecha) el efecto NUMAMICO (nunca más en mi costa).
Pero, por encima de todo, lo que nosotros los ciudadanos debemos demandar a las autoridades competentes es una absoluta transparencia informativa en estas delicadas materias, lo que, por desgracia, no siempre ha funcionado bien en el desarrollado Japón y más frecuentemente falla en nuestro país.