Estaba a punto de publicar esta colaboración cuando el pasado jueves 17 se produjeron los salvajes atentados yihadistas de Barcelona y de Cambrils. Mi intención era escribir en relación con el “trending topic” de este verano: la “turismofobia”. Y, justo, el epicentro de este fenómeno que se encuentra en Barcelona, ha sido el objetivo de los terroristas sabedores que con Londres y Paris son las ciudades más visitadas por los turistas de todo el Planeta. Asestar un golpe contra el corazón del turismo de Cataluña –el paseo de las “Ramblas”- era asegurar una terrible y global publicidad por las consecuencias: catorce muertos (por el momento) y más de un centenar de heridos de más de una treintena de países.
No es posible saber cómo va a repercutir estos atentados en la evolución del turismo en España. Lo que sabemos es que el terrorismo ha afectado negativamente a la afluencia de turistas de París (quizá la ciudad más visitada del mundo, en el país “número uno” mundial de turistas). En nuestro país el sector turístico ha sido, en los últimos años, el protagonista del crecimiento económico español: así, en 2016, 75,6 millones de turistas, con ingresos de más de 77.000 millones de euros, 2,300.000 de trabajadores empleados, superando el 11% del PIB… Y, para 2017, la previsión es superar los 80 millones de turistas. Pero lo cierto es que, en algunas de las regiones más turísticas de España como Cataluña, Baleares, Canarias, Andalucía, Comunidad Valenciana y Madrid (destinos que totalizan el 90% de las llegadas) se han venido produciendo en los últimos tiempos algunos problemas debidos a la saturación de algunas de las zonas más frecuentadas por los turistas: el fenómeno del exponencial crecimiento de las viviendas turísticas irregulares (y la elevación desorbitada de los alquileres), la contaminación acústica y lumínica de los centros urbanos turísticos, la saturación de las infraestructuras publicas y de los servicios públicos, etcétera. Todo ello con negativas consecuencias para los residentes habituales de dichos lugares.
Fruto de lo anterior es la aparición –si bien todavía minoritaria- del movimiento “turismofóbico” (“tourists go home”) en algunas ciudades de Cataluña y del País Vasco. En realidad no se trata de un fenómeno nuevo ya que, con la expresión “síndrome de Venecia”, se viene describiendo la creciente hostilidad para con los turistas que “invaden” ciudades como Berlín, París, Viena, Hamburgo, Ámsterdam, Praga y, por supuesto, la misma Barcelona (véase la web de la “asamblea de barris per un turismo sostenible”). No cabe duda de que el sector turístico constituye nuestra “gallina de los huevos de oro” y que no podemos prescindir de esta actividad en la que España cuenta con la industria más competitiva del mundo. Menos aún cuando el paro es elevado y no se puede afirmar que hayamos dejado atrás la crisis económica.
No obstante, a mi juicio, más que en cualquiera otra actividad económica, se impone en el sector turístico un desarrollo sostenible integral –ambiental, económico y social-. La expresión “turismo sostenible” no es algo vacío de contenido sino que ha sido objeto de importantes y numerosas declaraciones internacionales, desde los años noventa del siglo pasado, como la “Carta Mundial del Turismo Sostenible” –promovida por Naciones Unidas y acordada en Lanzarote en 1995-, hasta la más reciente Resolución adoptada por la Asamblea General de Naciones Unidas en 2014 sobre la “Promoción del turismo sostenible, incluido el ecoturismo, para la erradicación de la pobreza y la protección del medio ambiente”. Además justo este año 2017 ha sido declarado por la Asamblea General de Naciones Unidas como el “Año Internacional de Turismo Sostenible para el Desarrollo”, cincuenta años después de la celebración del “Año Internacional del Turismo” bajo el lema “pasaporte para la paz” y quince años después del “Año Internacional del Ecoturismo”. Una celebración enmarcada en el contexto de la “Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible” y de los “Objetivos de Desarrollo Sostenible” y que persigue explorar y subrayar el papel del turismo en aspectos clave –a modo de ejes- como: el “crecimiento económico inclusivo y sostenible”, la “inclusión social, empleo y reducción de la pobreza”, el “uso eficiente de los recursos, protección ambiental y lucha contra el cambio climático”, “valores culturales, diversidad y patrimonio” y “comprension mutua, paz y seguridad”.
Sobre la base de los objetivos de un verdadero “turismo sostenible y responsable” que se proyecta sobre los destinos de más de mil millones de turistas que hoy se mueven en nuestro Planeta y que pueden aportar importantes recursos económicos para muchos países y, en particular, para los países en desarrollo, hay muchos retos pendientes que deben abordarse. Limitándonos al caso de España, se tiene una larga experiencia -desde el desarrollismo de los años setenta del siglo XX- del “boom” turístico en el Mediterráneo, de los negativos impactos sobre la costa y de la importancia de promover un turismo de calidad. Ahora, en el repunte del turismo español de los últimos años (gracias, en parte, a fenómenos exógenos como la inestabilidad del norte de África) se hace preciso un seria reflexión y un profundo replanteamiento de nuestro desarrollo turístico si es que no se quiere morir de éxito.
Como humilde profesor del Máster en Planificación Turística de mi Universidad de A Coruña, trato de explicar a mis alumnos la relevancia de la ordenación y planificación turística. A nada bueno conduce un mero desarrollo cuantitativo y cortoplacista del turismo. En esta dirección es la actuación coordinada de las Administraciones Públicas –desde la Administración General del Estado hasta las Entidades Locales, pasando por las Comunidades Autónomas que tienen las más importantes competencias en esta materia. Así, por ejemplo, es urgente abordar la regulación y control de la “viviendas turísticas” (como ya están haciendo algunas Comunidades Autónomas); aplicar las técnicas de ordenación turística previstas en las normativas vigentes (como la “declaración de zonas turísticas saturadas” o el cálculo de la “capacidad de carga” del territorio) y el uso adecuado de la ordenación urbanística; la creación de impuestos y tasas turísticas que permitan recaudar recursos que se destinen a la protección del patrimonio cultural y ambiental de los municipios turísticos; la mejora de las condiciones de trabajo de los trabajadores empleados en el sector turístico; la diversificación y “desestacionalización” del turismo; una más intensa colaboración público-privada y una mayor participación ciudadana en el diseño de los planes turísticos; y un largo etcétera.
Unas buenas pautas de cómo debe desarrollarse la “gobernanza del turismo” son las que se contienen en la “Carta Mundial del Turismo Sostenible” adoptada por unanimidad en la sesión plenaria de la “Cumbre Mundial del Turismo Sostenible”, celebrada en Vitoria los días 26 y 27 de noviembre de 2015-. Sus directrices se orientan de una parte a los “Gobiernos y organizaciones internacionales” a los que se anima, entre otros objetivos, a “asegurar la motivación y el apoyo necesarios para que los principales actores del turismo desarrollen la cultura de la paz y resuelvan los conflictos mediante el diálogo intercultural, promoviendo la igualdad y la libertad de expresión”; no puede ser más actual. A los “destinos y comunidades locales” se incita, en primer lugar, a “asegurar que la gobernanza turística del destino incluya a todas las partes interesadas, especialmente a nivel local, y que el papel y responsabilidades de cada una estén claramente definidos”. También a la “industria turística” se emplaza, entre otros fines a “contribuir a la creación, desarrollo e implantación de productos y servicios turísticos sostenibles que fomenten el uso respetuoso del patrimonio natural y cultural, y que transmitan los valores del destino y su identidad a través de la experiencia turística”. Para los propios “consumidores” (o turistas) se apela a su responsabilidad y su respeto: para “utilizar productos y servicios sostenibles locales que generen empleo y beneficios a la comunidad”, y la para “evaluar las huellas medioambientales y socioculturales, y las implicaciones económicas que tienen sus decisiones”.
Volviendo al principio, fuertemente impresionado con los acontecimientos sucedidos en Cataluña, con plena solidaridad con las víctimas y con pleno rechazo a la barbarie terrorista, suscribo el acuerdo unánimemente adoptado en la referida “Cumbre Mundial del Turismo Sostenible”, de que “el turismo desempeña un papel vital para avanzar hacia un planeta más pacífico, permitiendo abrir nuevas posibilidades para convertirlo en un instrumento de paz y tolerancia”. O, como subraya el documento justificativo del presente “Año Internacional del Turismo Sostenible para el Desarrollo”: “un turismo inclusivo y participativo puede estimular el diálogo, fomentar el entendimiento mutuo y apoyar los esfuerzos destinados a construir una cultura de paz”.