En las últimas semanas está saltando a la opinión pública el conflicto abierto entre los taxistas y el gremio de transportes de viajeros de toda Europa y algunas aplicaciones informáticas como “Uber” –una “app” informática, creada por una «startup» nacida en San Francisco, que detecta la ubicación de una persona, utilizando el GPS de la teléfono, y le ofrece de forma inmediata y económica un conductor para trasladarlo a donde desee-, una innovación tecnologica que está siendo tachada por aquellos de intrusismo y de competencia desleal. Quizá lo sea.
Son de estos casos en que se intuye la emergencia de un nuevo modelo de actividad económica que, basada en la tecnología 2.0, hace tambalear los cimientos de negocios y prácticas tradicionales. En realidad, desde hace tiempo conocíamos, en el marco de la sostenibilidad, prácticas sobre “movilidad compartida”, incluso fomentadas por las Administraciones Públicas, relativas al uso de coche compartido (denominado en inglés “carsharing”) entre personas particulares, perfectamente válidas, lo cual va en beneficio del ahorro económico, de la disminución de los problemas de aparcamiento en las ciudades, pero también del ahorro de emisiones de CO2.
Interesándonos por este asunto nos enteramos que la “movilidad compartida” es sólo una de las muchas experiencias de lo que se denomina “economía colaborativa” o “economía compartida”. Se trata de un nuevo modelo de “capitalismo en transformación” que apunta –según Lluis GARAY, profesor de la UOC- hacia la necesidad de una mayor responsabilidad social, económica y ambiental y que está proliferando al calor de la crisis económica. Donde se manifiesta de manera más significativa es en el consumo que se califica de “colaborativo” ( también, “responsable”) y que pretende pasar de un modelo de propiedad individual a un uso compartido. Compartir coches o viviendas, microfinanciar proyectos (“crowdfunding”), intercambiar bienes de segunda mano (al modo del antiguo trueque), ofrecer tiempo de servicios (dentro de los denominados “bancos de tiempo”), disponer del uso de huertos urbanos, colaborar en proyectos comunes, poner a disposición del uso público de programas informáticos (“software libre”) o de obras intelectuales (como la archiconocida licencia «creative commons«), crear “monedas complementarias sociales”, etc., son algunos de las muchas iniciativas que se han puesto en marcha en los útimos años con bastante éxito y un crecimiento exponencial.
Todo este fenómeno tiene como libro de cabecera el titulado “Whats’s Mine is Yours. The rise of collaborative consumption” (HarperBussiness, 2010), firmado por Rachel BOTSMAN y Roo ROGERS. Una de la 10 ideas que cambiarán el mundo, según la revista TIME. Partiendo de la existencia de un problema existente en nuestras sociedades desarrolladas: el “hiperconsumo” (cuyo lema es el de “usar y tirar”) con consecuencias fatales para la comunidad como la generación incesante de residuos, se propone un modelo que se basa en cuatro condiciones: creencia en la gestión de los comunes, confianza entre los miembros, masa crítica y activos sin utilizar. Se distinguen tres categorías de sistemas de “consumo colaborativo”: el basado en “productos” (se paga por el beneficio de usar o acceder a un producto sin necesidad de adquirir su propiedad), el manifestado en “mercados de distribución” (redistribución de los bienes usados o aquiridos de donde no se necesitan a dónde sí se necesitan y por quien sí los necesita; gratis o por intercambio de venta), y el plasmado en “estilos de vida colaborativa” (personas con intereses comunes que se unen para compartir o intercambiar bienes no materiales o servicios como tiempo, espacios o habilidades). También «comunidades globales» como OuiShare -nacida en enero de 2012 en París- destinadas a promover este tipo de economía colaborativa y que se están extendiendo rápidamente por todo el mundo.
Algunas de estas iniciativas de la “economía colaborativa” tienen un potencial de sostenibilidad ambiental indudable ya que al reducir el consumismo desaforado implantado en la mayor parte de nuestras sociedades y al promover el uso eficiente de los bienes y recursos, se puede reducir considerablemente la “huella ecologica” asociada, tanto a la fabricación como al uso de los bienes compartidos (cfr. documento de ECODES sobre «consumo colaborativo y economía compartida«). Por consiguiente, nos parece un prometedor signo de ese modelo de producción que, tarde o temprano, acabará sustituyendo al vigente. No obstante, hasta entonces, surgen muchos retos cuya solución no es fácil aplicar en estos momentos.
¿Habrá llegado el momento de declarar ilegal la “obsolescencia programada”? ¿la reducción del consumo no implicará graves desequilibrios económicos como la generación del desempleo? ¿prosperará el modelo del “decrecimiento sostenible”?
No me atrevo a declarar que el futuro discurrirá por estos senderos de la colaboración y compartición de bienes y servicios, de carácter voluntario, pero algunos de los principios en que se sustenta me parecen muy sugerentes y esperanzadores. En una sociedad como la nuestra, en la que domina un individualismo materialista y solipsista, todo lo que sea compartir, colaborar, poner a disposición pública, …, me suena muy bien, es aire fresco.
Gracias Javier por tu mirada sobre el cambio social que estamos viviendo a través de fenómenos como la economía colaborativa y otros.
Te he encontrado buscando en google la entrada «sostenibilidad colaborativa» pues ahora estoy trabajando en la difusión de los nuevos modos de generar y circular la riqueza, pero no cualquier riqueza: la riqueza que no lleva contraindicaciones: la sostenible.
Me encanta haber conocido tu tribuna.
saludos,
Luis Miguel Barral