Es noticia de estos días, en todo el mundo, el grave episodio de contaminación atmosférica que afecta a doce provincias de la República Popular de China pero, en particular, a su capital, Pekín donde se registran unos índices de contaminación alarmantes (hasta 728, más del doble del límite de particulas contaminantes establecido por la Organización Mundial de la Salud como nocivo para la salud). Desde luego que no es la primera vez que sucede pues todos recordamos los problemas de “smog” en Pekin que plantearon serios problemas a los organizadores de los Juegos Olímpicos de 2008 y que obligaron a paralizar durante su celebración buena parte de la actividad industrial del entorno de la capital china.
Hablar de China y de contaminación es una constante en muchos de los análisis que, de un tiempo a esta parte, se han venido publicando con extraordinaria frecuencia en forma de ensayos, artículos científicos, secciones periodísticas, etc. Pero entre los trabajos disponibles pocos tan completos y documentados como el escrito por el periodista británico Jonathan WATTS (corresponsal para The Guardian durante más de diez años en Asia y, actualmente, en Latinoamérica) con el expresivo título When a Billion Chinese Jump, pero con un subtítulo no menos interesante que me permito traducir: “la forma en que China salvará (o destruirá) a la humanidad”. Desde la destrucción del medio ambiente en el Tibet, hasta la desertificación del Xinjiang, pasando por el consumismo de Shanghai, y sin olvidar el impacto ambiental originado por la macro-presa de las “Tres Gargantas” en el río Yangtzé -que obligó a desplazar a más de un millón cien mil personas de sus ciudades y pueblos- nada se escapa a este concienzudo conocedor (“in situ”) de la realidad china.
Como señala Ramón TAMAMES en su reciente libro China. Tercer Milenio (publicado con Felipe DEBASA), en 2011 China se ha situado como primer país emisor de gases de efecto invernadero, y esto le obliga como gran potencia “a contribuir de manera decisiva a encontrar solución a muchos de sus problemas ambientales” (en particular, al norte en el área de Pekín, en el entorno de Shanghái en el centro del país, y al sur del estuario del Río de la Perla: Hong Kong, Shenzén, Cantón, etc.). No en vano, Wen JIABAO, el Primer Ministro, declaró en la Conferencia de Rio+20, celebrada a mediados del pasado año 2012, que “El futuro que queremos ha de suponer un contrato de nueva armonía entre el hombre y la naturaleza”.
Acaso este gigante –algo más que emergente- país, donde vive el 20% de la población mundial, que ya es a segunda economía y potencia comercial más grande de la Tierra, ¿no tiene derecho a impulsar el crecimiento de su economía al ritmo del 10% anual del mismo modo como lo hicieron, en su momento, las potencias occidentales desde la primera revolución industrial? ¿quién les puede negar este derecho al desarrollo? ¿no sería injusto demonizar su imparable ascenso hacia el liderazgo económico mundial?
La respuesta a estas delicadas y soberanas cuestiones se intuye observando las impresionantes imágenes captadas, estos días, por los satélites de la NASA de la persistente nube de contaminación que cubre una gran extensión del país asiático y, especialmente, las de los pacientes ciudadanos chinos que padecen las consecuencias de un desorbitado e insostenible desarrollo económico. Incluso ha trascendido, pese al secretismo informativo impuesto férreamente por Gobierno, la celebración de manifestaciones y revueltas –en los centros urbanos y en zonas rurales- por parte de los ciudadanos en protesta por las pésimas condiciones ambientales y por la elevada contaminación de los recursos del entorno en que viven. De hecho se calcula que la contaminación en las grandes ciudades chinas causa más de 8.000 muertes al año.
Cada vez es más consciente el Gobierno de China de la urgente necesidad de abordar con seriedad una política de protección del medio ambiente y por este motivo creó en 2008 el Ministerio para la Protección del Medio Ambiente. No obstante, con anterioridad, en 1998 se creó una Agencia para la Protección del Medio Ambiente (conocida con las siglas SEPA) que comenzó a elaborar un completo grupo normativo ambiental que en la actualidad los integran 25 leyes ambientales y más de cien regulaciones administrativas. Son normativas equiparables a las de cualquier país avanzado pero el problema es su déficit de aplicación, la falta de capacidad gubernamental por hacer cumplir la ley y la todavía deficiente preparación de jueces y abogados.
No hay duda de China se enfrenta a uno de sus principales retos en este comienzo del siglo XXI: el de la protección ambiental y del aprovechamiento racional de los recursos naturales. Recursos que, además, no se limitan a los de su territorio sino que afecta a los de muchos países que le abastacen para su insaciable e imparable maquinaria de producción. Siguiendo la más reciente senda de los países occidentales, la República Popular de China tiene el camino de la producción sostenible, del control del la contaminación, del uso de las energías renovables, de la internalización de los costes ambientales, etc. Lo que resulta a todas luces inasumible es el coste humano que está provocando este “peculiar capitalismo de Estado”, primero para los sufridos ciudadanos chinos y, luego, para el resto de la población mundial.
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