Polietileno, polipropileno, cloruro de polivinilo, poliestireno, poliuretano… no son más que algunas de las denominaciones técnicas de los productos plásticos que inundan nuestra vida desde, por lo menos, mediados del siglo XX. Sólo basta echar la mirada a los objetos que pueblan nuestro hogar para comprobar que estos polímeros configuran muchos de bienes que ya resultan imprescindibles en nuestra vida. Los juguetes con que disfrutamos, la ropa que vestimos, la música que escuchamos, los medios de pago que utilizamos (las omnipresentes tarjetas), el cine que visionamos, los coches que conducimos, los móviles con los que nos comunicamos, …, nada sería posible si no es por ese subproducto del petróleo (principalmente) que es el plástico.
Con una ambiciosa pretensión Susan FREINKEL, periodista norteamericana especializada en temas científicos, nos muestra las diferentes perspectivas de este emblemático invento de nuestro mundo moderno en su obra: “Plástico. Un idilio tóxico” (Ensayo TusQuets Editores, Barcelona, 2012). Nadie duda de las grandes utilidades que los plásticos nos han reportado –y nos reportan- en nuestra vida cotidiana. Y sobre todo el gran negocio que suponen, para un relativamente pequeño número de empresas, las más de 275 millones de toneladas de plástico que se producen cada año (que en los Estados Unidos constituyen la tercera mayor industria manufacturera sólo por detrás de los automóviles y del acero).
Pero junto a las incontestables ventajas, son muchas las incógnitas y riesgos de carácter ambiental –como se encarga de describir con detalle la citada autora- que los plásticos nos suscitan. Quien no ha oído hablar de la famosa “sopa de plástico” que, a modo de vertedero gigante (del tamaño de tres veces España), flota en algún lugar del norte del Oceáno Pacífico. O de la cada vez más frecuente localización de animales marinos (peces y aves) muertos, atiborrados de objetos plásticos. Personalmente cada fin de semana -que tengo el privilegio de pasear por la costa de mi entorno- indefectiblemente encuentro en las playas, arrastrados por la marea, los más diversos cachivaches plásticos que afean el litoral.
Por encima de este inconveniente estético, más preocupantes son los posibles efectos que pueden tener para la salud el tan denostado por los ecologistas PVC (cloruro de polivinilo) cuya eliminación por incineración puede liberar dioxinas y furanos, dos de los compuestos químicos más cancerígenos que existen; o el “ftalato”, una sustancia asociada a la anterior modalidad de plástico que podría funcionar como los peligrosos “interruptores endocrinos”; o el “bisfenol A”, principalmente componente del policarbonato, un plástico duro y transparente que se usa para fabricar un sifín de artículos de consumo; etc.
Realmente nos parece una contradicción que nuestra civilización del plástico (el llamado por algunos “plastico-ceno”) se base en un material fácil de trabajar y moldear, de bajo coste de producción, de baja densidad, normalmente impermeables y buenos aislantes eléctricos, resistentes a la corrosión, …, pero que, en su mayor parte, no son fácilmente biodegradables, ni fáciles de reciclar, y que, si se queman, pueden ser muy contaminantes. Justamente los plásticos se han asociado a la cultura del “usar y tirar”, a los miles y miles de millones de bolsas y envases que, en principio, nos han hecho más agradable la vida pero a costa de invadir nuestro Planeta de estos dichosos polímeros cuyo componente principal es el carbono.
Quizá ya sea tarde para eliminar los ingentes restos (que se encuentran en los más recónditos lugares de la Tierra y… del mar) de esta desaforada economía plástica ahora que se comienzan a producir “bioplásticos” (polímeros de base biológica) o “plástico verde” (¿no es acaso una contradicción “in terminis”, un oxímoron?, comenta FREINKEL); ahora que se exige el reciclaje de los residuos plásticos; ahora que se están comenzado a prohibir o gravar las bolsas.
Es increible la imaginación y la creatividad del ser humano que descubrió, a mediados del siglo XIX, el primer plástico (el celuloide) para sustituir el marfil natural (cada vez más escaso) para la fabricación de las bolas de billar. Lástima que tan brillante invento, extraordinariamente popularizado tras la segunda Guerra Mundial, trajo consigo el insostenible estigma del consumismo y la proliferación de los vertederos –controlados o no- que ahora pretendemos eliminar.
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