El pasado domingo concluyó en Lima la 20ª Conferencia de las Partes (conocida por las siglas COP20), es decir, de los países firmantes de la Convención de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (CNUCC). Durante doce días más de 11.000 personas participaron en los múltiples seminarios y reuniones oficiales, muy dignamente organizadas por las autoridades ambientales del Perú. En esta nueva Cumbre del Clima que tantas expectativas despertó algunos (más bien pocos) esperaban que se pondrían los cimientos de la próxima COP21 que se celebrará en diciembre del 2015 en Paris y que deberá lograr un verdadero acuerdo climático global –con efectos a partir de 2020- para sustituir al ya mortecino Protocolo de Kioto.
Como viene ocurriendo en estas Cumbres del Clima, al final, “in extremis” –como probando una vez más la resistencia de los delegados de los 195 países presentes-, en la madrugada del domingo, se logró consensuar por los neociadores el texto resultante que se conoce como “la llamada de Lima a la acción climática”.
¿Éxito o fracaso? Pasados varios días del importante evento internacional podemos encontrar opiniones de todos los gustos. Como puede suponer las organizaciones y grupos ecologistas son los más críticos con el resultado alcanzado: “las negociaciones climáticas fracasaron a la hora de dar resultados”, “el acuerdo carece de valentía, de justicia y solidaridad”, “queda todo por hacer en la Cumbre de Paris”, “una acuerdo de mínimos que deja muchos escollos para la futura negociación”…
Tengo para mi, después de haber seguido con atención las últimas Cumbres del Clima, que el procedimiento utilizado en estas reuniones internacionales para consensuar los acuerdos no está dando los resultados que serían deseables. Así lo han destacado un número creciente de analistas. Poner de acuerdo a tantos países con intereses, a veces contrapuestos, resulta hoy una quimera y, a pesar de todo, mi opinión es que el texto aprobado por consenso, la “llamada de Lima a la acción climática” no es en absoluto despreciable.
Por encima de haberse superado el objetivo de la cifra de los 10.000 millones de dólares en las contribuciones de los países –desarrollados y en desarrollo- al Fondo Verde para el Clima –que es principal mecanismo de financiación para la adaptación ante las consecuencias del cambio climático-, en mi opinión lo más importante del acuerdo es que, de cara a la COP de Paris, los países partes del CNUCC han de comunicar –y hacer públicas- sus “concretas contribuciones en la lucha contra el cambio climático a nivel nacional”, incluyendo sus respectivos planes de adaptación al cambio climático (véanse los puntos 12, 13 y 14 del acuerdo). Que no se concretan los criterios cuantitativos de mitigación (las reducciones de las emisiones de los gases de efecto invernadero, por ejemplo), ni se establece ningún compromiso vinculante, ni se especifican las reglas para el reparto justo de las cargas conforme al principio de responsabilidades comunes pero diferenciadas, se me dirá y esto es la plena verdad. ¿Acaso no estamos ante lo que los juristas denominan, “soft law”, un derecho blando, flexible o pre-derecho, que es un fenómeno creciente en el marco del derecho internacional? Y, pese a todo, se trata de instrumentos jurídicos sin pleno carácter obligatorio pero que no dejan de tener relevancia jurídica.
Ante los datos científicos –los aportados por el Panel Internacional del Cambio Climático (IPCC)– cada vez más incontestables sobre los efectos del cambio climático y su inducción por las actividades antrópicas, así como los inmensos riesgos de superar los dos grados centígrados (o más) antes del próximo siglo, las decisiones políticas sobre la necesidad de actuar contra el cambio climático no pueden postergarse más. Quizá va a ser complicado lograr en la COP de Paris un auténtico tratado internacional que obligue a las partes a tomar las medidas oportunas y cuantificadas para encaminarse hacia una descarbonización de la economía mundial. Para mi lo más importante es que, a través de estas Cumbres del Clima, se está creando un consenso en la sociedad y en la opinión pública mundial sobre la urgencia de aplicar, desde la base, políticas climáticas. En esta dirección se desarrolló, por cierto, en Lima, en el marco de la COP20, un Seminario que el International Institute of Climate Action & Theory –perteneciente a la Universidad de California– organizó a alto nivel bajo el título: What Now For Climate Justice?
Son muy sintómáticas en estos momentos, las recientes decisiones unilaterales de China y de los Estados Unidos –que comentamos anteriormente- de reducir sus emisiones de cara al 2020 (no hay que olvidar que entre los dos países suman el 43% del total mundial). Y, por su parte, la Unión Europea se ha comprometido a reducir sus emisiones en un 40% de cara al decenio 2020-2030. Todos los países son conscientes de que los efectos del cambio climático son de alcance global, planetarios y de que sus respectos ciudadanos están reclamando medidas eficaces.
Debe imperar, desde luego, la justicia climática y la solidaridad con los países en desarrollo que están menos preparados para soportar las consecuencias del cambio climático, pero, al final, se trata de salvaguardar nuestro futuro común. El mismo Papa Francisco, en su mensaje enviado al Presidente de la COP20, ha destacado en relación con el cambio climático que, por encima de “intereses y comportamientos particualares”, se trata de “una grave responsabilidad ética y moral”, que “el tiempo para encontrar soluciones globales se está agotando. Solamente podremos hallar soluciones adecuadas si actuamos juntos y concordes. Existe, por tanto, un claro, definitivo e impostergable imperativo ético de actuar”.