El pasado viernes 22 celebrábamos el “Día Mundial del Agua” en este “Año internacional de la cooperación en la esfera del agua”, cuando se cumplen veinte años de esta iniciativa que surgió tras la Cumbre de Río de Janeiro sobre Medio Ambiente y Desarrollo de junio de 1992.
La justificación sobre esta perspectiva de la cooperación recogida en la página institucional de este día se resume del siguiente modo: “La cooperación en la esfera del agua es crucial para la seguridad, la lucha contra la pobreza, la justicia social y la igualdad de género. La buena gestión y la cooperación entre los diferentes grupos de usuarios promueven el acceso al agua, la lucha contra su escasez y contribuyen a la reducción de la pobreza. La cooperación permite un uso más eficiente y sostenible de los recursos hídricos y se traduce en beneficios mutuos y mejores condiciones de vida. También es fundamental para la preservación de los recursos hídricos, la protección del medio ambiente y puede contribuir a superar tensiones culturales, políticas, sociales y establecer la confianza entre las personas, las comunidades, las regiones o los países”.
Que el gobierno compartido del agua es posible –y recomendable- es algo que ocupó buena parte de la investigación de la primera mujer Premio Nobel de Economía (2009), la norteamericana Elionor OSTROM, fallecida el verano pasado, el 12 junio de 2012. En su obra fundamental: “El gobierno de los bienes comunes. La evolución de las instituciones de acción colectiva” (1990), estudia diversos casos –a lo largo del mundo- en que se gestionan con éxito recursos o bienes comunes. Uno de los casos estudiados es el milenario Tribunal de Aguas de Valencia –designado en 2009 Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad– que se viene reuniendo desde antes de la edad media hasta nuestros días para dirimir los conflictos por el agua de riego de los agricultores que forman parte de la denominada “Vega de Valencia”.
Con casos como este se ponen en entredicho la clásica teoría de la “tragedia de los comunes” de Garret HARDIN (1968) en virtud de la cual los bienes comunes (commons) limitados –tales como bosques, pastizales, recursos hidrológicos, pesca, etc.- que son explotados conjuntamente acaban por destruirse a no ser que se apliquen sobre ellos sistemas de control público para su aprovechamiento o mediante el reparto de concretos derechos privados.
Pero para que funcione el “gobierno de los comunes” la economista OSTROM extrae de su magnífico estudio de campo en todo el mundo los siguientes principios:
1. Límites claramente definidos y exclusión efectiva de extraños
2. Las normas referidas a la apropiación y disposición del procomún deben ajustarse a las condiciones locales
3. Los beneficiarios pueden participar en la modificación de los acuerdos y reglas para poder adaptarse mejor a tales cambios
4. Vigilancia del cumplimiento de las normas
5. Posibilidad de sanciones adaptadas a las violaciones de las normas
6. Mecanismos de solución de conflictos
7. Las instancias superiores de gobierno reconocen la autonomía de la comunidad
Tengo para mí que el agua dulce para administrarla bien debe ser compartida (Gobernanza compartida). No sólo declarada como bien de “dominio público” –tal como se prevé en el art. 2 de la vigente Ley de Aguas (el Texto Refundido de 2001)-. La realidad ecológica del llamado “ciclo hidrológico”, la interrelación entre las aguas superficiales y subterráneas, la continuidad inescindible entre las aguas marítimas y continentales, etc., exige que, como cualquier otro recurso natural, sea solidariamente compartido, equitativamente distribuido y racionalmente aprovechado.
Pero, como ya dijimos aquí en otra ocasión, a mi juicio, compartir el recurso implica compartir los gastos que requieren su protección y aprovechamiento. Considero una falacia decir que como el agua es de todos tiene que ser gratis, salvo casos de necesidad. Y es que la diferencia entre la buena «gobernanza de los comunes» y su trágica destrucción estriba en ese solidario y equitativo compromiso.
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