La Voz de Galicia
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Hay un momento mágico en la barra del bar. Cuando la persona que sirve tus tragos (si es camarera mucho mejor) se acerca a tu lado y se sirve una copa. Entonces él o ella (si es ella mucho mejor) te mira a los ojos y a partir de ese momento todo es secreto de confesión. Eso pasaba mucho más antes, cuando los bares no eran garajes pintados de negro.
Hay un momento triste en la barra del bar. Cuando a la hora del cierre, el camarero (ya saben, mejor la camarera) separa las mesas y barre sus entrañas. El último cliente (solía ser yo) es como un refugiado. Ya solo piensa en otro bar donde pedir asilo. Un amargo viaje, como cantaba la inmortal Concha Piquer, de mostrador en mostrador.
Luego están esos otros bares, cuya belleza lánguida y silenciosa retrata magistralmente Santi M. Amil. Son los bares de pueblo. En sus barras te sirven tragos y además te llenan la nevera, la despensa y el botiquín. En las mesas se  subasta el tute y se mata el tres. Detrás de la barra hay un bodegón de Morandi pintado con botellas de Mr. Proper. No encontrarás esa intimidad de la que hablaba un poco más arriba. Pero suelen tener nocilla.