La Voz de Galicia
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¿Puede la fotografía salir a flote sin necesidad de cháchara intelectual, ni de sesudos discursos curatoriales? ¿Puede un fotógrafo ser un gran artista sin valerse de un plan y sin tener apenas referentes ni deudas de la retina? ¿Puede un trabajo fotográfico ser a la vez intemporal y un fresco que retrata con precisión forense una época y un país? La respuesta es afirmativa y cuelga de las paredes del MARCO. Sin embargo, todo parece indicar que Virxilio Viéitez dominaba todas las suertes de la fotografía sin hacerse preguntas. Sin teorizar. Se enfrentaba al retratado desde la tiranía, como lo hacía Helmut Newton, como debe hacerlo un fotógrafo de carácter. Llevaba al sujeto a su terreno y antes de que éste se diera cuenta, había una escenografía, unas marcas, una disposición ordenada del espacio y una cierta figuración.
En la oscuridad de nuestro armario ropero solía haber una caja de zapatos llena de tesoros. Había cartas de amor, tickets del cine y fotografías antiguas. Eso era cuando una foto era un objeto y era memoria. Esas fotos antiguas, algunas amarillentas por la mala química o por el paso del tiempo, eran disparos únicos, decisiones firmes. Virxilio Viéitez es eso en estado puro, pero a la vez hay una extraña intuición, o una sospecha, de que algo trascendente estaba pasando cuando un indiano se dejaba retratar con las pruebas de su opulencia. Virxilio recreaba la intimidad. Ahí radica toda la potencia de un retrato.
No sé que tendrán nuestros descendientes en la oscuridad de sus roperos. Quizá un lápiz de memoria o la última ichorrada que se le ocurra a Steve Jobs. Lo que ya no habrá serán disparos únicos ni decisiones firmes. Habrá muchos megapíxels equivocados.