Cuando no pasa nada, miramos al cielo. Parece una chorrada, pero cuando dos desconocidos se encuentran en la caja de un ascensor, después de un incómodo titubeo, uno de los dos dice aquello de parece que refresca. Yo soy el que se mira los zapatos mientras se prolonga el embarazoso viaje. El otro se desmorona y dice algo sobre lo mal que se aguanta el calor húmedo o que, desde luego, es mucho más llevadero el frío seco. Ambos conceptos, a falta de un barómetro interior, son tan difíciles de entender para mí como el prorrateo de las pagas extras o la indescifrable prosa de mi declaración de la renta, con todos esos devengos y todas esas misteriosas deducciones, más alambicadas que las que hacía Sherlock Holmes.
Nos interesa el tiempo. Por eso cuando una alerta naranja preludia temporal, los que esperamos en la tranquila playa donde varan las noticias, deseamos secretamente que la marea nos depare un inocuo y controlado suceso. Lo bastante espectacular para que dé una buena foto y lo bastante inofensivo como para no tener que lamentar pérdidas humanas. Esos árboles desmadejados sobre el asfalto, esos tejados desarbolados. Pero si la alerta naranja resulta ser de un amarillo parduzco, entonces buscamos un recurso. Esta imagen de Paco Rodríguez es paradigmática: lluvia, ritmo y movimiento, emoción y la ternura que provoca una niña, representante de lo que ahora nos gusta llamar nuevos gallegos. Las mejillas sonrosadas de nuestro adn se mezclan con tez foránea. Y, a pesar de lo que diga Sarkozy, la mezcla es buena.