La Voz de Galicia
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El otro día, haciendo un reportaje sobre el Camino, un peregrino me dio un soplo. Prácticamente una exclusiva: el Camino es una experiencia interior. Volví excitado a la redacción para trasmitir mi valioso hallazgo periodístico. Pero resultó que varios miles de peregrinos se habían adelantado, con revelaciones parecidas, a mi garganta profunda.
Esto nos pasa a veces a los fotógrafos. Creemos que estamos solos en nuestro coto. Pero a este coto se le están ensanchando los marcos desde que todo el mundo lleva su simpática camarita, como un endiablado apéndice que todo lo aprehende. Atrás quedaron los arcanos secretos del laboratorio, la sugerente luz roja (que lo mismo protege una emulsión, que ambienta un lupanar) y el mágico advenimiento de la imagen en las cubetas. Las verdades químicas llevan camino de trasmitirse por tradición oral, como los cuentos de viejas.
Por eso llegan fotos a los periódicos sin firma ni marchamo de autor. El otro día, por ejemplo, publicamos la foto de un edificio en llamas en Vigo que mandó un lector. Fue primera página por dos motivos: el autor estaba en el lugar y a la hora adecuados y tenía una de esas simpáticas camaritas en la mano. Ni Robert Capa hubiera hecho una foto mejor dos horas después.
A las fotos de nuestros lectores (y que no falten, porque esto significa que el periódico está vivo) se unen las de los redactores, que según creen algunos de nosotros, participan de esa oscura conspiración gráfica en la que se cortan mal las fotos y se eligen las peores. Aunque esto último también es una secuela de la orgía digital que vivimos. Antes cuando copiábamos las fotos, dejábamos dos o tres fotos buenas, las que contaban la historia. Ahora dejamos caer treinta o cuarenta sobre quien solo tiene que escoger una. Y a otra cosa.
En este preocupante panorama, en esta desbordante fiesta de píxeles, mucha gente empieza a creer que no hace falta invitar al fotógrafo. Nada más lejos de la realidad. En una buena foto (a veces ocurre) de un redactor, yo veo la excelente foto que podría haber hecho un compañero; en una mala foto (que no suelen publicarse a menos que la información que contienen sea más poderosa que su baja calidad) de un lector, veo la  foto que podría haber salvado un compañero, acostumbrado a ver algo donde no hay nada. Ya no vale con ser solo correctos, la respuesta para nosotros y, para este negocio es, en mi opinión, la calidad. El resto lo puedes encontrar gratis en los sumideros de la red de redes.
Hoy, a riesgo de invocar a los santurrones del fotoxornalismo (ese inquieto y militante observatorio que no descansa nunca), traigo la foto de Patricia Blanco: una redactora. No lo hace nada mal. Este verano nos ha prestado amablemente sus ojos para vivir el Camino como si pudiéramos paladear el polvo de las corredoiras. Todas las mañanas se despertaba en O Cebreiro. Nosotros no estábamos allí. Ella sí. Por eso pudo hacer un exhaustivo trabajo de casting, y sus peregrinos son los mejores y los más divertidos. Este de la foto tiene incluso un apropiado toque mesiánico, mucho más que mi garganta profunda . Más pancho que un Pantocrátor.