Mi mujer es de un pequeño pueblo cerca de Aranda de Duero. Allí, al palco de la verbena donde toca la orquesta, le llaman tembleque. Una corta visita al diccionario me revela que la forma correcta es templete. Tengo una teoría. Creo que esta pequeña desviación fonética se debe a que, efectivamente, el palco vibra y tiembla cuando los músicos se lanzan con frenesí a la racial perpetración del pasodoble. El otro día visité las entrañas de un tembleque. El cantante se cambiaba de ropa tres veces durante el primer pase en un cubículo de dos metros cuadrados. Las mismas fotos que encontraríamos en la cabina de un camión cubrían las paredes. Antes de que los bomberos ocuparan los calendarios en paños menores (con sus torsos profusamente lubricados) por edificantes motivos filantrópicos, el desnudo femenino era el top de los almanaques. También había perritos y gatitos en cestas de mimbre, hermosos paisajes, bucólicas escenas pastoriles y bodegones variados. Nunca vi uno de éstos últimos en un taller mecánico. Tampoco esperaba verlos en el angosto camerino del tembleque. Lo que sí había era ropa de fantasía. Brillantes americanas de satén, llamativas camisas con bordados. Me sentí cómodo. Y bailón.