Hay muchas formas de visualizar el final del verano. La canción del mismo nombre que, con grave languidez, entonaban nuestros representantes dinámicos, pulcros y un pelín naif del pop de los primeros sesenta; el luctuoso episodio final de Verano Azul que nos obligaría a revivir el merecido final de Chanquete; mi favorito y más crepuscular: la playa vacía del Lido, las casetas de baño de colores vibrando como en un cuadro impresionista y Dirk Bogarde, sudoroso y amantado, desmadejado en una tumbona contemplando a un tierno efebo corretear con un delicioso bañador a rayas. Esperando su muerte en Venecia.
Hay algo en la temporada baja que me subyuga. El hostelero de toda la vida, que en verano es incapaz de distinguir tu cara entre la turba de turistas, recobra el entusiasmo por tu persona y te engorda las tapas. Las playas limpian su horizonte y los chiringuitos ya no aumentan sus emisiones a base de fritanga. Las noches de los jueves vuelven a ser golfas, ideales para una escapadita. Solo para profesionales.
En la foto de Mónica Irago hay temporada baja pero también hay un divertido discurso gráfico trufado de diferentes planos en los que hay tumbonas, un bañista, palos, boyas, dos botes, un velero y horizonte. Esta foto tiene mucho que ver con el dibujo. Parece haber sido hecha con una de aquellas ingeniosas máquinas ópticas que empleaban los pintores del Renacimiento.