No hay rigor histórico que resista la ambición de un turista armado con una de esas simpáticas camaritas digitales. De esas que ya ni siquiera tienen visor y que el usuario separa medio metro de sus ojos, como queriendo apropiarse de las cosas y no sólo de su impronta digital. El ansioso viajero, en su afán de fotografiar al Rey de reyes, se adueña del encuadre y prácticamente participa en el martirio. De hecho parece bastante más peligroso que el improbable centurión que le observa tan tranquilo, a pesar de llevar una escoba en la cabeza.
La foto es de Martina Miser.