No me gusta el botellón. Me gusta la botella y, por descontado, la barra del bar. No puedo beber si no es acodado en una barra. Es como un madero al que aferrarme en la tempestad, un punto de apoyo con el que mover el mundo a partir del tercer gintonic. Además en el botellón desaparece el concepto de dosis y, por supuesto, también desaparece toda elegancia. Es como esa monstruosa fórmula de restauración brasileña llamada rodicio, en la que puedes comer toda la carne que puedas, a reventar, por un precio fijo. No sé cómo los jóvenes pueden vivir ignorando la barra. Bueno sí lo sé: por dinero. En mi época de estudiante dilapidaba a mediados de mes todo mi dinero, más en mis bares favoritos que en material de Bellas Artes. Entonces mis amigos y yo comprábamos güisqui DYC y nos lo bebíamos en casa. El correoso elixir segoviano nos hacía sentir como los hermanos pequeños de Baudelaire o lo que es lo mismo, como falsos bohemios subvencionados. No lo hacíamos en parques, lo de beber digo, porque todavía no existía el extraño consenso del botellón. Por eso los parques de Salamanca lucían espectaculares, no como el que fotografió Kopa después de la batalla. A primeros del mes siguiente, pasado el apretón económico, volvíamos al bar. Como Dios manda.
A la vista de como dejaron todo, propongo que la próxima vez hagan el botellón en el vertedero de Sogama. Así no habrá que gastar fondos públicos en la limpieza. Y allí, por cierto, tienen sitio de sobra
A ver, por partes: la porquería que dejan no es ni más ni menos el ejemplo de tantos y tantos mayores que les rodean. No me da la gana de incluírme porque soy de las que puedo dar con algien por verle tirar la monda de plátano o el vasito de yogurt. Pero sólo hay que mirar el mercado en cuanto se van los mercaderes, las playas y los parques despues de la merienda de los niños y los bebés, los campos de futbol, y los arenales de nuestra playas lleno de botellas y otros plásticos arrojados desde los barcos por los marineros. Si los adultos que los «educan», supuestamente sobrios, son tan cerdos, no se cómo todavía nos extraña que siendo chavales y estando borrachos no recojan sus porquerías.
La barra del bar: Ummmm, una oda le haría yo a la barra, ya que beber sin una barra donde dejar que resbale el codo, y los hombros sujeten la nube de tu cabeza, es casi como conducir con botones en vez de con un buen volante, o algo así…
Nunca, y digo nunca sabiendo bien lo que digo, tuve un compañero de barra como tú. Nunca unos párpados entornados por el alcohol vieron,leyeron, e imaginaron las mismas historias que mis ojos sin decirnos una palabra. ¡Ohhh qué tiempos aquellos en que los colchoneros entornaban los ojos como zombies mientras bailaban jajajajajaja.
La época del porche también estuvo bien, compañeiro. Que putada haberme hecho… de esta secta.
Besos