La Voz de Galicia
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botellon

No me gusta el botellón. Me gusta la botella y, por descontado, la barra del bar. No puedo beber si no es acodado en una barra. Es como un madero al que aferrarme en la tempestad, un punto de apoyo con el que mover el mundo a partir del tercer gintonic. Además en el botellón desaparece el concepto de  dosis y, por supuesto, también desaparece toda elegancia. Es como esa monstruosa fórmula de restauración brasileña llamada rodicio, en la que puedes comer toda la carne que puedas, a reventar, por un precio fijo. No sé cómo los jóvenes pueden vivir ignorando la barra. Bueno sí lo sé: por dinero. En mi época de estudiante dilapidaba a mediados de mes todo mi dinero, más en mis bares favoritos que en material de Bellas Artes. Entonces mis amigos y yo comprábamos güisqui DYC y nos lo bebíamos en casa. El correoso elixir segoviano nos hacía sentir como los hermanos pequeños de Baudelaire o lo que es lo mismo, como falsos bohemios subvencionados. No lo hacíamos en parques, lo de beber digo, porque todavía no existía el extraño consenso del botellón. Por eso los parques de Salamanca lucían espectaculares, no como el que fotografió Kopa después de la batalla. A primeros del mes siguiente, pasado el apretón económico, volvíamos al bar. Como Dios manda.