A veces lo único que tiene que hacer un fotógrafo es no estorbar mientras la máquina y el retratado se relacionan; actuar más como un maestro de ceremonias que como un sumo sacerdote. Por eso es tan importante hacer un buen casting; no todo el mundo le planta cara al objetivo de un cámara y sale airoso; no todo el mundo aguanta la mirada. Además, se nota cuando el fotógrafo sabe crear el clima adecuado; cuando no violenta al retratado; cuando no le arrebata una instantánea. Estos retratos son más el fruto de una pausada conversación y el idioma empleado es químico, no electrónico. Las antiguas prácticas analógicas, cada día más arcanas, sirven mejor a este tipo de intimidades de las que hablo. El grueso del trabajo sólo se visualiza, apiñado, en una hoja de contactos y sólo se amplía la foto, la idea. No hay tarjetas de memoria vomitando errores en un ordenador. Hay una pretensión romántica de que la persona hacia la que se dirige la cámara devuelva un reflejo sincero. José Caruncho lo consigue sin aspavientos.