Hay una sustancial diferencia entre un artista que utiliza el objet trouvé como vehículo de expresión y uno que simplemente tiene un plan. El primero acumula durante años cantidades ingentes de escombro artístico, a medio camino entre el chamán y el buhonero. El segundo acude diligentemente a la ferretería con la taimada intención de pertrecharse para el ensamblaje. Los objetos del primero tienen pátina, memoria y hasta roña. Los del segundo aún tienen el código de barras. En otras palabras: los objetos no se buscan, se encuentran. Esto ya lo dijo Picasso. Pero las ferreterías están llenas de artistas buscando un atajo. Un camino confortable hacia el pastiche.
Los quince artistas que participan en la exposición que puede verse en la Fundación Laxeiro, dedicada al colage en Galicia, no visitan premeditadamente las ferreterías. La exposición que comisaría Javier Pérez Buján se titula Mesa de traballo y resulta muy adecuado este epígrafe porque huele a estudio de artista, a ese mágico lugar donde se citan el genio y el sudor.
En el trabajo de Teo Soriano volvemos a encontrarnos con ese exquisito desaliño, con esa manera que tiene Soriano de abandonar el material a su suerte. Soriano tiene un riff de guitarra sucio, alejado del virtuoso (y por tanto aburrido) fraseo de otros autores. Cuanto más sucio es el trabajo, algo de lo que él mismo alardea sin disimulo, más rico es el resultado. Misha Bies Golas podría ser el artista del gulag. Ha construido su propio telón de acero. Para él la guerra fría no ha terminado. Utiliza los dispositivos de la propaganda, dejando en suspenso el contenido ideológico, para centrarse en la fuerte potencia de las tipografías, y de las maneras de contar de los regímenes del pasado. Una época de vanguardias perseguidas y de visionarios, de censura y de lenguajes encriptados y políticos. Cuando el lenguaje era una herramienta de control. Ahora que dicen que somos más libres, esos códigos aún son capaces de provocarnos más de un sobresalto.
Rosa Úbeda lleva poblando de ninfas y de faunos sus territorios, ordenados en franjas de color, recogiendo toda la tradición del dibujo y aún de la caricatura, de Daumier a Grosz. En su obra el colage siempre tuvo cabida porque sus personajes siempre acuden por adición. Y la obra se construye superponiendo escenas, a veces pintadas y otras veces transferidas. Mosquera es un sólido neoconcreto para el que el ensamblaje es algo natural. Los campos de color también pueden ser campos de materia. El espacio se ordena atendiendo a las distintas pieles de los materiales empleados. El arte urbano también pide paso de la mano de Pelucas, que aporta una vez más su vitriólico sentido del humor en una obra abigarrada y no exenta de crítica social. Hay un lejano aroma en Pelucas de esa pintura profundamente desinhibida que practicaba, por ejemplo, Philip Guston. Colin Baldwin emplea material de oficina como el letraset para sus dibujos; el gran Tono Carbajo mezcla sabiamente fotografía, pintura y maderas; Pablo Orza hace una reflexión sobre el facebook acumulando cuadernos y apuntes como si quisiera construir su muro analógicamente; Rosendo Cid escribe unas rimas con un soldadito de plástico, una madera y unas pinzas; Enrique Saavedra compone un delirante lector de periódicos con papel prensa, maderas, un flexo y cacharrería variada. La chatarra puede ser tan eficaz como el óleo sobre lienzo. El elenco lo completan Luis Bueno, Samuel Castro, María Chenut, Santiago Mayo y Xosé Carlos Barros.
La exposición se arma sólidamente a partir de los lenguajes complementarios de los autores, convirtiendo la sala en una ruidosa panorámica que certifica la vigencia de esta singular manera de contar, que siempre será deudora de Marcel Duchamp, el artista que hizo pensar a los objetos.
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