La fotografía ha muerto. Por lo menos cierto tipo de fotografía. Las camisas de los fotógrafos ya no tienen manchas de revelador y la piel de muchos de ellos nunca ha recibido el baño bermejo de la luz de un laboratorio. Las cámaras son electrodomésticos y su obsolescencia no solo es programada sino que las revistas especializadas publicitan profusamente las travesuras cibernéticas de los nuevos modelos, que se despachan cada tres años. Antes la fotografía les ocurría a unos pocos en un tiempo, en un lugar y con una luz determinada. Ahora la fotografía ocurre en todas partes y a todas horas. Ocurre en las cámaras compactas de los turistas y en los móviles; ocurre en el twitter y en el facebook; ocurre atropelladamente en la urgente y cada vez menos reflexiva cámara de un fotoperiodista. Y lo que es peor, a la fotografía también le ocurre ese monstruoso filtro del instagram, que es algo así como las láminas que venden en las mueblerías, barnizadas groseramente con brochazos que imitan pinceladas. La fotografía ahora, como el instagram, es apariencia y postproducción. El asunto se ha democratizado. A lo mejor no hacía falta. De todos modos la buena fotografía solo rinde cuentas a la dictadura del talento. Y no han inventado todavía ningún filtro para eso.
Estos días en la galería Trinta de Santiago, se puede ver un último reducto de esa otra fotografía, cincelada en blanco y negro. No es en blanco y negro por motivos sentimentales ni dramáticos: no hay nostalgia. El blanco y negro no solo le permite a Humberto Rivas tener todos los blancos de Robert Ryman y toda la profundidad del negro de Malevich; poder tensar la carne de sus retratos; reunir una inagotable colección de grises, elocuente como un paseo del grafito sobre el papel, para unas naturalezas que nunca están muertas, bodegones de frutas que invocan al mismo Morandi. El blanco y negro le permite tener un control absoluto sobre su mirada. Conocer el comportamiento de la película y las peripecias químicas de una emulsión, es lo mismo que lo que tiene un pintor cuando se adueña de la materia. Es su pincelada. Muchos aseguran que ya es posible lograr lo mismo digitalmente, pero el camino recorrido no es el mismo y yo estoy seguro de que algo se pierde en el atajo digital. Es más cómodo y más rápido. El fotógrafo mira más hacia la parte de atrás de su cámara y menos hacia lo que tiene delante. Tiene más, pero tiene menos. La fotografía se ha ensimismado y muchos fotógrafos ya no saben editar su trabajo. Sueltan ráfagas de desordenada verborrea. Un fotógrafo que no edita es un fotógrafo que no piensa. Humberto Rivas utiliza un fraseo corto. Pero demoledor.
Cuando Humberto Rivas retrataba sus sombríos paisajes urbanos, se paseaba previamente por el lugar, como si localizase exteriores. Siempre llevaba una brújula. El día siguiente volvía, al orto o al ocaso, y ya sabía dónde colocar la cámara. Quería esa luz y no otra, y todo lo que ocurría era verdad. Los retratos de Humberto Rivas son el resultado de la experiencia vivida por dos personas, frente a frente, separadas por un cámara. La cámara es el lenguaje a través del que se comunican. La foto elegida es la frase que mejor define al retratado.
Las obras que se pueden ver en Trinta comunican una silenciosa serenidad y forman un relato nacido de una cámara más humana. De una fotografía que, tristemente, ya no volverá.