Isaac Díaz Pardo ya era un gran pintor a los veinte años. Todos nos preguntamos por qué lo dejó. Podría haber seguido pintando sin hacerse preguntas. Como hicieron otros artistas menos dotados y con menos intuición sobre las vanguardias. Algunos de ellos se limitaron a seguir dócilmente el débil susurro de sus habilidades técnicas, embadurnando nuestra pintura de enxebrismo y colmando las burguesas vanidades de retratos. Pintar habría sido más fácil para Díaz Pardo que cabalgar a lomos de una utopía que, como la Bauhaus alemana, o como todas las que pretenden maridar arte e industria, no suelen realizarse. Díaz Pardo quería colar su idea del arte, que bebía de la tradición pero que miraba hacia la modernidad, en la cadena de producción. Pero el buen diseño, que quiere ser redentor, acaba irremediablemente siendo elitista. Porque al final los hogares de clase media acaban inundados de otros objetos sin alma, sin autor, sin patria; objetos poseedores de la grosera pátina de la rentabilidad; objetos inertes. Díaz Pardo soñó un proyecto empresarial ubicado en delicados complejos fabriles. A la medida del hombre. Arquitecturas orgánicas con un lejano aroma a constructivismo ruso. Como si Tatlin hubiera levantado una de sus torres en O Cervo. Díaz Pardo soñó con reinvertir sus beneficios en alimentar la cultura que alentaba los mismos productos que vendía. Era tal su compromiso. Hoy, el grueso de las empresas de este país suelen habitar sórdidas naves industriales. Hoy, parte de los beneficios que obtienen se destinan a opacas fundaciones y, si aprieta la recesión, no se deja propina para la cultura. Todo forma parte de la misma lógica neoliberal que descabalgó a Díaz Pardo de su querida utopía. Por eso hay tanta grandeza en el personaje. Un pintor en su estudio es dueño de su destino artístico. Puro individualismo. Díaz Pardo fue todo lo contrario: entregó su talento a la colectividad. Pero si la obra de tu vida está sujeta a la despiadada inercia del mercado, si las ideas se disuelven en el rumor del accionariado, entonces nunca estarán a salvo. Las ideas no deberían comprarse ni venderse. Díaz Pardo no comerciaba con ellas.