Fui al estudio de Francisco Leiro para hacer un par de fotos. Me quedé tres horas. Estaba naciendo una escultura. Más bien un conjunto escultórico. Dos figuras antropomórficas huyen de una imagen monstruosa: el chupacabras. Una escena entre folclórica y mitológica. Su composición está inspirada en un grabado de Goya en el que un toro salta al tendido provocando una estampida. Una figura amenazante, dos personajes en fuga. La fuga es un escorzo. El escorzo está en el comienzo del Renacimiento y el Cristo de Mantegna es su paradigma. Leiro es un clásico.
En el momento del esbozo, Leiro prepara el tronco de las figuras con cuatro trozos de tablón formando un paralelepípedo. Luego busca su ubicación en el espacio y su inclinación. Dos tablones más forman las extremidades inferiores y de pronto, mágicamente, seis tablones tienen apariencia humana. Recuerdan poderosamente al torso de Belvedere. Leiro me hace ver que con el hallazgo y la recreación del Belvedere comenzó a gestarse el Barroco. Leiro es un clásico.
El conjunto va tomando forma y ya, tal como está, resulta tremendamente atractivo. A todos los artistas les suelen señalar las bondades de la obra inacabada, del trazo primero. Y todos reflexionan sobre los diferentes estadios que vive una obra hasta que está terminada. El conjunto de tablones ensamblados parece una pieza de Joel Shapiro, según apunta el propio Leiro. Leiro es profundamente contemporáneo.
Pero solo es el comienzo. El torso ortogonal tiene que ceder y entregar su rigidez. El tablón tiene que ser carne.