Hay muchas formas de enfrentarse al problema del espacio en la pintura. La geometría, el orden, las matemáticas y toda la tradición constructivista han generado un lenguaje reconocible, en cualquiera de sus variantes dialectales. Pero resulta denso y a veces excesivamente formal, por no decir aburrido. Muchos son los pintores que hoy en día buscan los límites del arte concreto o posminimalista, intentando desembarazarse del pesado lastre de viejos códigos y deudas contraídas con los maestros, aún muy vigentes.
En el vecino Portugal José Lourenço, Ricardo Pistola y José Loureiro, cada uno desde su trinchera personal, aportan soluciones nuevas a esta pintura tan querida y tan presente aún en ferias y galerías. El cuarteto luso lo completaría Manuel Caeiro. Aunque el trabajo de este último tiene un algo singular, le preocupan otras complejidades. Cuando un pintor pasea por la ciudad comportándose como un fotógrafo que coloca en su visor los ritmos y las repeticiones compositivas del dibujo de la ciudad, entonces es un cazador de encuadres. Un mirón de ventanas indiscretas. Es lo que le pasa, por ejemplo, a Lourenço. Si el mismo pintor además se abstrae, entonces construye espacios que son a la vez figurativos y abstractos. Es decir, toma de la figuración las herramientas necesarias para abandonar la figuración. Manuel Caeiro es ese agente doble. El espectador es capaz de entender un universo de vallas y andamios pero no es capaz de saber dónde está. Mirando a través puedes descomponer la obra en dos partes. Por un lado el dibujo que anima, por otro lado la mancha que cubre. En términos arquitectónicos: estructura y revestimiento. Sin el necesario aporte de un calculista las estructuras de Caeiro se levantan sin gravedad. Pero es que además los dos elementos se engarzan con suavidad porque a Caeiro, más que a ningún otro, te lo encontrarás en la cocina. Todo el relato está contado con la carnosa elocuencia del óleo sobre la tela, aderezado con veladuras, rascados, chorreados y todas las suertes de la pintura con mayúsculas. Parece querer convencernos de que esos espacios existen de verdad. La pintura siempre ha sido una deliciosa mentira, y nuestros ojos quieren creer