La Voz de Galicia
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Texto publicado en el último número de la revista DARDO. He seleccionado como ilustración para el blog el momento en que Queen Elizabeth le entrega la orden del mérito. Dos iconos y mucho gin tonic.

En las últimas etapas de su homérica gira, Bob Dylan sale a tocar un absurdo pianito que queda ahogado por el estruendo de su banda. Todo el mundo quiere que vuelva a empuñar la guitarra, para volver a ser el bardo eléctrico que todos imaginaron alguna vez. Él se excusa diciendo que un señor mayor debe poder decidir qué instrumento toca.
 David Hockney también tiene derecho a chochear y, si quiere manosear un ipad, está en su derecho. Él más que nadie. Aunque todo el mundo le pida que toque sus grandes éxitos. De todos modos no es el pincel, la brocha o la tableta quien pinta. Pinta la cabeza. Un ipad en manos de Hockney es tan revolucionario como una guitarra en manos de Woody Guthrie. Ahora nos parece una boutade, una chorrada si nos ponemos castizos, pero es una prerrogativa de los genios adelantarse a su tiempo.
   A David Hockney no le gusta la aberración óptica que dibuja el gran angular de una cámara de fotos. Esta también es una aptitud senior. Un fotógrafo adulto suele refugiarse en un 50 mm, que aporta serenidad y resta pirotecnia. En cambio el gran angular cautiva más a los jóvenes fotógrafos, ansiosos de demostraciones virtuosistas. Para desactivar el efecto gran angular, Hockney recurre a la adición de imágenes, como en una multiexposición; esto es, al solapado de varias imágenes. No dista mucho de lo que su admirado Picasso hacía cuando inventó, en compañía de otros, el cubismo. Además, Hockney es un estudioso de los subterfugios ópticos que utilizaban los pintores del Renacimiento. Cajas que proyectaban la imagen, herramientas para encajar la figura. Eran ingenios que anticipaban con siglos de adelanto la llegada de la fotografía. La fotografía y el encuadre siempre han sido preocupaciones de Hockney. Por eso también construye sus grandes formatos como en la cuadrícula del visor de un cámara. Cada pieza, cada rectángulo del todo, captura información y redibuja la perspectiva con una apenas perceptible corrección óptica. Como la éntasis de las columnas griegas. Las dieciocho cámaras que emplea para rodar sus vídeos, proclamando sin rubor su idilio con la tecnología, son otro aspecto más de su obsesión por lograr la más rotunda de las panorámicas. Es como el segundo inventor del cinemascope.
   El tercer rasgo de plena madurez es la temática. Ya no necesita abanderar ningún movimiento, escenificar los fastos del orgullo ni colocarse a codazos en el mercado. Puede hacer lo que le pide el cuerpo. Y lo que le pide es salir al campo y colocar su caballete al lado del de Van Gogh. Después de su periplo americano vuelve al terruño. Quien visite su exposición en el Guggenheim en realidad está presenciando vivamente su retorno al bosque de Woldgate, a los escenarios de su infancia. Como John Wayne a su Innisfree natal. Y en la naturaleza encuentra todo lo que necesita. Por mucho que, al borde de una piscina, se sirvan los mejores cocktails.