En el agradable desconcierto sobre el que se construye el arte contemporáneo y que provoca diversión entre los iniciados e irritación entre los neófitos, Jeff Wall podría ser pintor y José Lourenço fotógrafo. Wall domina la escena como un pintor que manejase una maquina óptica del Renacimiento; Lourenço domina el encuadre como si montase sobre su cámara un teleobjetivo. Pintura y fotografía suelen encontrarse en terrenos comunes. Pero cenagosos. El gran pintor Sean Scully creyó que podría trasladar la densa y lujosa pátina de su pintura (y su gimnástica soltura compositiva) a la fotografía y, dejándose mecer por el embriagador rumor de la moda, nos despachó una pobre serie de fotos de puertas de un manierismo insoportable. Moholy Nagy, cincuenta años antes, había hecho este viaje, de la pintura construida a la fotografía de ritmos señalados en la arquitectura, con mucha más brillantez y sin asomo de oportunismo. Obviamente Lourenço está más cerca de Moholy Nagy. Sus balcones y los de la Bauhaus de Moholy Nagy son primos hermanos. Aún así, Lourenço hace el viaje al revés. No es simplemente un pintor seducido por la atractiva aliteración geométrica que observa en los desordenados alzados de un bosque de edificios. José Lourenço trae el encuadre de la cámara de vuelta a la pintura. Una vez elegido el motivo, la pintura vuelve a ser el lenguaje para explicarlo todo. El mismo con el que Moholy Nagy ocupaba el espacio o con el que El Lissitzky levantaba sus futuristas y utópicos rascacielos, que el llamaba líricamente estribanubes. Y en la pintura, en ese arcano lenguaje, hay una relación muy estrecha con las cuestiones de la técnica. El color es acertadísimo. Capas y capas de acrílico para ajustar las fronteras entre los colores y la vibración resultante. Una interminable gama de grises que imprimen al cemento, el cemento según Lourenço, una extraña luminosidad. La dureza de la luz sirve a la linea y obliga al espectador a acercarse para disfrutar de los encuentros entre los planos y de las vicisitudes derivadas del dibujo. Para lograr la delicada planitud que caracteriza su trabajo emplea pincel o brocha, no rodillo. La pintura peinada sigue siendo mucho más sensual que el industrial gotelé del que se sirve a veces Peter Halley. Todas estas decisiones ya constituyen el eje central de la obra. Pero además, entre la dura y rígida trama que traza el delineante, aparecen las huellas del ser humano. Igual que ocurre con Jeff Wall, el ser humano aparece en forma de microgestos. Una escalera apoyada sobre una ventana; la elección del color de una pared, unas cajas sobre el mobiliario; unas toallas secándose al sol en los balcones. A veces la presencia de estos detalles obedece al papel que juegan en el equilibrio de la composición. En este ambiente tan absolutamente contenido, una maceta con flores es un inesperado suceso pictórico que rompe la dictadura ortogonal, la cruda y biselada aspereza del borde duro. Provoca una pequeña sacudida. Es como un cameo de Eduardo Arroyo en un cuadro de Pablo Palazuelo. Un geómetra tropezando con el reto orgánico. Todas esas pistas cobran una fuerza capital y el argumentario constructivo deja paso a otros intereses. Aparece la intimidad. De pronto quisiéramos penetrar en la epidermis urbana para habitar esos espacios que están solo insinuados, pero plenos de magnetismo. Lourenço se parapeta detrás de su ventana indiscreta y nos cuenta historias de la ciudad. De una ciudad pintada, por supuesto.