Ayer soñé con el Príncipe de Gales. Estábamos en un evento, acto, sarao, vernissage, brunch o como quiera que se diga en el relamido dialecto que utilizan los que se dedican al protocolo. No sé que hacía yo allí pero cada vez que me cruzaba con el egregio habitante de Balmoral charlaba con él como si lo conociera de toda la vida. Él llevaba cada vez un traje distinto. Le pregunté cuántos trajes podía ponerse durante una ceremonia. Me dijo, con toda su flema windsor, que doce y mientras lo hacía yo me fijaba en sus manos, esperando encontrar en ellas el resultado de una delicada sesión de manicura. En su lugar encontré suciedad bajo las uñas. Cuando le contaba el inquietante descubrimiento a unos plebeyos vino a buscarme el Rey de España que me anunciaba el comienzo del lunch. Me sentía como Josemi Rodríguez Sieiro una semana cualquiera. Antes de sentarme a la mesa el monarca me dijo que firmara en el libro de honor que, para mi sorpresa, era una especie de cutre cuaderno de anillas con garabatos hechos con boli de distintos colores.
No sé qué demonios significa todo esto pero debería visitar menos a mi sastre, poner más rock and roll en mi coche cuando voy de viaje y tirar mis discos de Bing Crosby. Qué clase tenía el tío.
Buscando una foto para este sueño, encontré esta visita del rey Don Juan Carlos a la conservera Rianxeira. El monarca, que siempre rompe el protocolo porque es muy campechano, tanto que a veces acude a sus citas conduciendo su propio coche (algo que debe tener mucho mérito entre la realeza porque siempre lo destacan en las noticias), se mezcla con las trabajadoras de la conserva que se deshacen en aplausos. Qué súbditos tan entusiastas. Qué paño más noble el del traje del Rey. Qué foto más buena de Carmela Queijeiro.