«Una de las principáles calidádes, que no solo adornan, sino compónen qualquier Idióma, es la Orthographía, porque sin ella no se puede comprehender bien lo que se escribe, ni se puede percebir con la claridád conveniente lo que se quiere dár à entender». ¿Ve el lector muchas faltas de ortografía en esta cita? Si bien puede apreciar varias contradicciones con las normas ortográficas hoy en vigor, no las hay con lo que se consideraba correcto cuando fue escrito este texto. Pertenece al «Discurso proemial de la Orthographía de la Lengua Castellana», que la Academia Española publicó en el primer volumen del Diccionario de autoridades (1726). Eran las primeras normas ortográficas de la institución, creada solo trece años antes, aunque varios autores la habían precedido en su intento de poner orden en la forma de escribir el español.
La ortografía es una convención, plasmada en unas reglas, que regula la escritura de una lengua. Como tal convención, puede modificarse, y de hecho se cambia, generalmente para ganar simplicidad, eficacia y coherencia y para responder a situaciones nuevas. Un ejemplo: dos signos hoy dobles, los de exclamación (¡!) y de interrogración (¿?), eran sencillos en las normas del Diccionario de autoridades (!, ?) y se colocaban al final del período al que afectaban («O immensa Bondád de Dios! O tiempos! O costumbres!», «Como no respondes à lo que se te pregunta?»).
La Academia escribía en aquel primer cuarto del siglo XVIII el verbo haber con v y majestad con g («Fenecida esta primera obligación, se dispuso imprimir los estatútos que su Magestad havía aprobado»). Ya en 1734 cambió a haber y un siglo después a majestad.
A la mayoría de los hablantes les escandaliza hoy el mínimo cambio en la norma, si llegan a tener noticia de la novedad. Extremadamente conservadores, se aferran a las reglas aprendidas en sus más o menos lejanos años escolares. Sin embargo, una lengua, que tarda siglos en moldearse, nunca llega a estar concluida.