Un verbo nuevo nos invade, como en su día nos invadieron los bárbaros. Lo ha empleado la alcaldesa de Madrid hablando de la huelga de los trabajadores de la recogida de basuras: «Los piquetes vandalizan la ciudad». Vandalizar es el último elemento que enriquece una familia léxica en cuya cima está el sustantivo vándalo. Este, evolución del latín vandali, comenzó designando a un pueblo germánico que los diccionarios y los libros de historia para escolares califican de bárbaro. Debe de ser por la forma en que pasaron por la península ibérica. Pero para hacer una tortilla hay que romper huevos, y los que habitualmente aparecen mencionados junto a los alanos y los suevos hicieron más de una.
Así fue como vándalo pasó de ser solo el individuo de aquel pueblo a ser también el «hombre que comete acciones propias de gente salvaje y desalmada», en palabras, siempre precisas, de nuestra docta Academia. Y para calificar las cosas de los vándalos surgió primero el latín vandalicus y después el castellano vandálico, al que siguió vandalismo, que es tanto la ‘devastación propia de los antiguos vándalos’ como el ‘espíritu de destrucción que no respeta cosa alguna, sagrada ni profana’, siempre en palabras de la RAE. Vandalismo no procede del latín, sino del francés. El obispo Grégoire creó en 1794 vandalisme, que aplicó a quienes en aquellos agitados años de revolución se dedicaban con entusiasmo a la destrucción de tesoros religiosos.
Pues bien, el fecundo vándalo culmina —por ahora— su progenie con el verbo vandalizar. Los transitivos terminados en -izar suelen expresar la reducción del complemento directo al estado que indica el sustantivo del que procede. Si esclavizar es ‘hacer esclavo’ y carbonizar ‘reducir a carbón’, vandalizar podría ser ‘convertir en vándalo’, pero no es ese el significado con que se emplea y con el que lo define el lexicógrafo oficial: ‘Maltratar o destruir una instalación o un bien público’. Lo cual nos hace pensar también que el vándalo que destroza una papelera en la calle la vandaliza, pero si hace otro tanto con el escaparate de una tienda de ultramarinos finos ya no vandaliza nada.
Todo ello nos mueve a reflexionar sobre la poca huella que alanos y suevos dejaron en el lenguaje del orden público y a echar de menos a nuestros gamberros de toda la vida, sus gamberradas, su gamberrear y su gamberrismo. Porque estos también las hacían gordas.