«Acorredme ſeñora mia en eſta primera afrenta, que a eſte vueſtro auaſſallado pecho ſe le ofrece: no me deſfallezca en este primer trãce vueſtro fauor, y amparo». El lector no advertido podría pensar al leer este texto sin adaptar del Quijote que el ingenioso hidalgo hablaba por la efe. En absoluto. Pero es fácil ver f donde hay ſ, un gradema muy parecido. Es este signo una representación gráfica de la ese que no se emplea desde mediados del siglo XVIII.
La ese larga (en cursiva, ſ; en redonda, ſ ) convivió durante mucho tiempo con la s. La primera se empleaba a principio y en el interior de palabra, y la segunda al final. La única mayúscula era la S. Era algo parecido a lo que ocurre en griego con la sigma, que se representa con el signo σ, excepto a final de palabra, donde adopta la forma ς.
Hay quien afirma que la ſ representaba la ese doble, a la que se atribuía un sonido diferente al de la sencilla. Pero la distinción, que se hacía desde tiempos de Alfonso X el Sabio, terminó desapareciendo.
Desde el campo de la tipografía se suele atribuir la desaparición de la ſ de los varios idiomas que la empleaban a la influencia de los impresores italianos del Renacimiento, que lograron que se emplease un solo grafema como representación de la ese. La s se impuso porque la ſ podía confundirse con la f. Sin embargo, el Diccionario de autoridades (1726-1739) y la primera ortografía de la Academia (1741) aún empleaban ſ a principio de palabra y en su interior —tanto para representar la ese sencilla como la doble— y la s como mayúscula (S), a final de palabra y en algunas duplicaciones, en que aparecía junto a la larga (aſsi, pero vinieſſe). Muy pocos años después, la Academia pasó a emplear el signo s como única representación de la letra.
La ſ ha dejado su rastro en una letra del alemán, la eszett (‘ese zeta’), cuya forma es una evolución de la ligadura de una ese larga y una corta (ſ+s= ß).