La Voz de Galicia
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Xaquín Chaves (Vilaxoán 1959) madruga todas las mañanas para ir a su estudio en Lois. Hay algo heroico en un pintor que todas las mañanas se encierra en su estudio. Porque la pintura no sigue el ritmo normal de las cosas. En el resto de las cosas vivimos dominados por la prisa y la desesperada búsqueda de lo nuevo. Pero todos los pintores llevan impreso en su retina el célebre bodegón de Zurbarán que sigue vigente y nadie, ayudado por ninguna técnica o algoritmo, lo ha superado en modernidad. En pintura no es tan importante avanzar como permanecer; no es un pensamiento conservador, es pura humildad: voy a quedarme aquí porque aún no he pintado el cuadro que puedo llegar a pintar. Marco Polo no sería pintor; San Juan de la Cruz sí.
Dentro de Chaves conviven un acuarelista, un paisajista, un fotógrafo y un poeta. Por las mañana los cita a los cuatro para renovar sus votos. No permite que uno mande sobre el otro. No viste enlutado cuello Mao de sacerdote abstracto y disfruta saliendo al campo a pintar una paisaje sabiendo que todo, por decantación, va a acabar apareciendo en la pintura. Cuando visitas a Chaves te lo encuentras en la cocina. Prefiero encontrarme a un artista en la cocina de la pintura que chapoteando en una ciénaga intelectual de la que el pintor suele salir airoso, pero lo pintado no. No estoy hablando de artesanía sino de eso que los anglosajones llaman now how, esto es, saber cómo llegar al lugar donde te llevan tus sentidos y tus anhelos pictóricos. En cambio hay pintores cuyo elaborado discurso mengua en elocuencia cuando tienen que mojar el pincel. Hay pintores que eligen su camino como si eligieran papel pintado del muestrario que les ofrece su decorador de interiores; pero cuando van a ejecutarlo no tiene los recursos necesarios. En el caso de Chaves no es él quién explica su pintura, es su pintura la que lo explica a él. Conoce el material como un escritor maneja su vocabulario. Los pigmentos, las tintas, el látex como aglutinante, la rotunda corporeidad del óleo; la saturación y la liquidez según el color quiera ser luz o aire. Su sintaxis gira en torno al profundo conocimiento del material y precisamente porque tiene esa relación tan íntima con el material y con el color, sabe lo que está bien y lo que no, pero es capaz de traicionar sus propias habilidades si la obra se lo pide. Lo mágico de la pintura estriba en la visita inesperada de un trazo o una mancha que no parecen tuyos. En este proceso de enajenación está el misterio. Por eso el interlocutor perfecto de un pintor no es un crítico, ni otro pintor, ni el público. Es la propia pintura. Cuantas más preguntas le formules más rico es el discurso. Por eso los pintores suelen ser sentenciosos, la mayor parte del tiempo especulativos y una o dos veces geniales.

En esta exposición en el monasterio de Tibaes, Chaves despliega todo su arsenal: se muestra profundo en el desplazamiento largo del gran formato e íntimo en el pase corto de la obra pequeña. En la obra de grande Chaves con frecuencia se mueve en el familiar terreno del color field painting, pero teniendo presente una cosa: si debajo de los campos de color no crece el humus, la obra es estéril. En un cuadro como Night Club hay varios planos que uno puede habitar. Puedes situarte en la mancha o demorarte en las huellas del proceso. Estos rastros (el humus) son como imágenes reveladas en la oscuridad del laboratorio. Las manchas o trazos desechados son avatares pictóricos que podrían armar por si solos un cuadro. Si fuera músico podría vender estos descartes como rarezas pero Chaves prefiere entregar, como un sacrifico bíblico, esos aciertos al manto de color. Con el pequeño formato el fraseo cambia. Coloca una apabullante batería de piezas que no tienen carácter de serie, porque ninguna de ellas es consecuencia de la anterior. Es un archipiélago de frases cortas en el que cada cuadro-isla encierra la preocupación de Chaves por que su alfabeto abstracto ofrezca una lectura coherente pero singular. La figuración acecha porque la contemplación de la naturaleza es demasiado evocadora. Pero aparte de la creación de atmósferas y de la insistente presencia del trazo como vehículo para acuñar caligrafía, también está la sencilla y esencial pulsión de hacer visibles imágenes nuevas. Hacer visible algo que antes no existía. Sencillamente inventar.