La Voz de Galicia
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Obituario de Richard Hamilton publicado en el suplemento Culturas

Debe ser emocionante asistir al nacimiento de un estilo. Ese momento fundacional en el que un artista inaugura un nuevo tramo de carretera. Luego, muchos más artistas transitarán por ella. Casi siempre sin pagar peaje alguno. Picasso, Braque y Juan Gris vistieron la misma camiseta cubista durante una época. Escondían sus mejores obras en el estudio para que no las copiara el otro. Mondrian y Van Doesburg jugaban juntos a los ocho errores. Para todos era apropiación, nadie lo consideraba un plagio. Porque antes los movimientos eran más duraderos y sus autores exploraban sus límites con seriedad. Ahora el vértigo domina la escena y las propuestas se solapan con la misma velocidad con la que se inventa un nuevo apero tecnológico. Vivimos un momento ecléctico y de continuo remake. O refrito, antes del colonialismo cultural. Todo está inventado.
Richard Hamilton tuvo el privilegio de acuñar un estilo. El primer pop. Él es el autor de la célebre obra ¿Pero qué es lo que hace a los hogares de hoy día tan diferentes, tan atractivos? de 1956, considerada como la piedra roseta del pop.
Pero no me refiero a ese pop ligero y desenfadado que conocemos hoy. Ese batiburrillo audiovisual que se digiere con glotonería y cuyos sucedáneos pueblan las mueblerías y se estampan en camisetas. El público se cita con imágenes reconocibles, con marcas que suele comprar, con sus ídolos del celuloide. Imágenes cotidianas que cuelgan redimidas en las límpidas paredes del museo. Uno se siente, por fin, como en casa. En el museo, pero con zapatillas de felpa. A salvo de esas otras obras que no entiende, porque no dispone de asidero figurativo alguno ni de un lazo sentimental al que apelar. El pop es fácil. El pop es ameno y sexi. El pop es rápido y consumible. El pop reacciona contra la severidad y la fisicidad del expresionismo abstracto. Pero empacha.
En cambio la obra de Hamilton podría tildarse de pop culto, más intelectualizado, con inquietudes sociales y que no rehúye la crítica. No se regodea ni es autocomplaciente. Es un pop que mira más hacia Marcel Duchamp o hacia Beuys que bajo la falda de Marilyn. Es mucho más seco. Se trata de coger el ready-made o el colaje surrealista de Max Ernst y trufarlo con el cartelismo norteamericano del New Deal. Consumo para salir de la depresión.
Pero entonces llegó Andy Warhol y empaquetó la idea, le colocó un código de barras y ya no dejó de facturar. Es el pop tal y como lo conocemos. Andy Warhol y el culto a la banalidad. El gran adorador de un becerro de oro que sale por la tele y nos enseña su mansión de incontables cuartos de baño en el papel cuché. Warhol inventó a Belén Esteban. Pero ninguno de los dos lo sabrá jamás.
El otro gran hito de Hamilton es el diseño del Álbum Blanco de los Beatles, de 1968. Aquí ya demuestra una cierta independencia. Mientras Peter Blake se recreaba un año antes con su abigarrada portada del Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band más cercano al mundo Warhol, el Álbum blanco, en cambio, es una pieza minimalista. El nombre del grupo troquelado sobre blanco nuclear. Sin aditivos. Radical.
 Muy pronto la obra de Hamilton estará menos pegada al icono y más a una cierta investigación ligada a los nuevos soportes tecnológicos. En su afán por presentar sus exposiciones como una obra total, también se anticipará a lo que ahora llamamos instalación. Puede que él también abriera esta caja de Pandora. Hasta su muerte, hace unos días, Hamilton siempre hablará más de arte que de cromos.
Hace poco participó en la edición del libro que registra la presencia de Ferran Adrià como artista en la Documenta 12. Hamilton nunca tuvo reparos en romper barreras interdisciplinares. La polémica que desató la presencia de Adrià es más dadá que pop. Servido por Hamilton