La Voz de Galicia
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Texto publicado en el suplemento Culturas sobre Un disparo de advertencia, una intervención artística en las calles de Lalín. En la foto de arriba Misha Bies Golas amartilla una pistola de silicona momentos antes de apropiarse de la pieza. En la foto de abajo la obra momentos después de ser alumbrada. Ambas fotos son de David Silva.

Siete artistas solventes; un comisario con seis balas en el tambor y una en la recámara (Alain Urrutia mandó una obra desde Pekín); un pueblo en la periferia de la periferia; un cierto estupor vecinal y un presupuesto heroico: ni un duro. Este es el menú de Un disparo de advertencia.
No hay dinero. Es el mantra con el que los gestores culturales públicos te reciben en los despachos. Ya están pensando en hacerse camisetas con el lema. Podría ser peor. Podría no haber ideas; ni autocrítica. Pero no es el caso. Ángel Calvo Ulloa no tuvo dinero para su proyecto, pero no le faltó munición. Sus siete francotiradores desembarcaron con nocturnidad en Lalín y el pueblo les dio todo lo que necesitaban. Y me refiero al pueblo como entidad urbana, como ámbito expositivo, como herramienta. Calvo Ulloa ejerce un comisariado muy activo. No se limita a seleccionar artistas; acompaña al artista en el nacimiento de la obra y en algunas roza la coautoría. Los artistas corresponden con generosidad y ponen a salvo su trabajo de la falta de medios y del poco tiempo del que dispusieron. No es una exposición al uso. No se trata de una actividad contemplativa ni performativa. En medio de una tormenta cruel es el momento de hacer cosas por la pura determinación de hacerlas. Pensar, actuar y debatir. Sin envoltorio institucional. También sin sus pesados lastres.
Hubo un tiempo en el que el dinero público (que es de curso legal como el de tu cartera, pero su valor es distinto y su levedad mayor) corría a raudales. Se musealizaba todo. Las fundaciones y patronatos crecían. Políticos de profesión encontraban acomodo en organismos que controlan museos con siglas de alegre cacofonía. En las inauguraciones, tres presidentes de tres instituciones solapadas adormecían al público con sus discursos. Las biografías de los próceres de la cultura se estampaban en carísimos paneles de un solo uso. Debe de haber un gran almacén en alguna parte, parecido a aquel en el que duerme el arca perdida, donde han ido a parar todos esos paneles y todas esas vitrinas. Como un cementerio de elefantes. Si desglosabas la minuta de una exposición, los números eran alocados: un catering postinero y minimalista, en el que ni siquiera abundaba el jamón, facturaba más que el artista. Alguien debió de pensar que el artista ya cobraba con el prurito de exponer; que ya cobraba en vanidad. En el arte no hay clase media. Al sistema le bastan, cíclicamente, unos cuantos artistas jóvenes para demostrar su infalible olfato descubridor y unos cuantos consagrados a los que agasajar. A los demás los espera el limbo y facturas que pagar. De todo esto trató un animado e hilarante debate moderado por Mónica Maneiro.
Mientras, las obras se hacían fuertes en la calle, que es un rico magma. Hay obras que ya están. Solo hay que señalarlas. Misha Bies Golas lo hizo en un divertido ejercicio de apropiacionismo, valiéndose del clásico código de la provocación dadaísta. Señaló como obra propia un mojón de hormigón ubicado en la diagonal sobre un pequeño parterre de una plaza. Sobre el mojón, que ya existía, iban a colocar algo en su día. Nadie sabe qué. A lo mejor una placa, otra de las chucherías favoritas de lo institucional. Pero su abandono genera otra cosa. Bies Golas se la queda y además la firma. Luego la dona al pueblo. El Concello, la maquinaria burocrática responsable de la cosa, observa atónito el extraño suceso. Deliberan.
Más abandono en un callejón entre dos edificios. Una servidumbre de paso. Una corredoira que es tierra de nadie. Amaya González coloca sobre el enorme zurcido urbano una alfombra roja que habla de lujo en el empobrecido mundo del patio interior. También el abandono y el detrito le sirven a Miren Doiz, que ordena los juguetes rotos en un insospechado basurero oculto en las entrañas de un edificio.
Cuando paseas por Lalín, el pueblo muestra orgulloso sus heridas. Un cine abandonado, que Urrutia empapela con papel de arroz y su dramático trazo de tinta china. Una pieza a molde perdido que acabará tapiada por futuras pegadas de carteles. Su desaparición será documentada con fotos. Una casa en ruinas redimida por un baño de la pintura dorada de Carlos Maciá. Una desbaratada ventana, entre las enredaderas de un edificio abandonado, para que Perianes, valiéndose de un foco, demuestre que hay alguien en casa. Un local vacío en unas galerías comerciales. Por la frialdad de su carpintería de aluminio, podría ser la celda de un psicópata, pero Álvaro Negro lo utiliza como escenografía para su vídeo. Más agradable que los cortinajes negros tras los que se despachan los vídeos en el museo, intimidando al espectador.
Los artistas pasaron por Lalín reivindicando su propia servidumbre de paso. Una pequeña rendija por la que poder colarse y conseguir dignidad para su trabajo. Su mensaje sonó alto y claro. No hubo balas perdidas.