La Voz de Galicia

Ha muerto José Saramago. Leo en Twitter: «Que Saramago não saiba, mas voltei a acreditar em Deus graças ao evangelho dele. Só uma inspiração superior pra explicar aquela obra-prima».
Por mi parte, hasta que publicó «Ensayo sobre la ceguera», pensaba que su literatura  podía haber sido gran literatura, pero se había quedado en mera escritura militante, de escritor comunista más que de escritor a secas. Con «Ensayo sobre la ceguera» me deslumbró. No trato de hacer un juego de palabras: probablemente, nadie haya contado nunca de manera tan eficaz a qué queda reducida la condición humana cuando se le cercenan todos los horizontes sublimes: a una dialéctica de poder y fuerza, a las más horrendas perversiones. La metáfora que monta Saramago funciona de principio a fin, con una fluidez sorprendente de causas y efectos lógicos, autónomos, que no se someten a ideologías previas. De hecho, sorprende que su autor fuera comunista en aquellos tiempos. Aunque no conseguí terminar ninguno de los libros que siguieron a este, me basta para situar a Saramago entre mis grandes.
Debo añadir, además, que Saramago, por clarividencia o sentido comercial, jamás cayó en las tontunas de algunos de sus amigos que abrazaron acríticamente las salvajadas cubanas o las payasadas —como diría Carlos Fuentes— de Hugo Chávez. En los últimos años tuvo incluso alguna frase crítica sobre el comunismo y, en general, sobre la izquierda.
Era un orador inteligente y me gustaba su hablar calmo, que mimaba las palabras. Aunque no compartiera sus enfoques, siempre encontraba en ellos una idea valiosa. Me entristeció en su día, cuando le conocí, que derrochara tanto arte en decir lo que la gente quería escuchar, aunque lo hiciera con la brillantez y moderación que los obtusos y sectarios siempre persiguen y jamás alcanzan.