La Voz de Galicia

Tengo un amigo indescriptible, que aúna la curiosidad de los sabios renacentistas, el coraje de los antiguos navegantes, y una bondad asustadiza, que no quiere hacerse notar. Como consecuencia, me sorprende siempre con sus descubrimientos —todo le interesa—, con sus historias —nunca supe de nadie dueño de tantas y tan sorprendentes— y con su amabilidad discreta. Anteayer me dijo muy sonriente: «¿Sabes que existe una ciencia que se llama malherbología?» Por supuesto, no tenía la menor idea. Me aseguró —y lo he comprobado— que funciona la Sociedad Española de Malherbología, y que se trata de un saber multidisciplinar de enorme importancia para la agricultura.
Al percibir mi interés, se explayó con calma. Parece obvio que la malherbología se dedica a estudiar cómo combatir las malas hierbas. El principal problema de los cientos, quizás miles, de especies diferentes radica en su resistencia, bien natural, bien adquirida. De ahí que resulte crucial una estrategia adecuada para contenerlas. Acaso el primer componente de tal estrategia sea exactamente ese: saber que no se pueden erradicar completamente, que apenas se pueden contener, como ocurre, por ejemplo, con las plagas de ratas. Solo partiendo de ese presupuesto, debe diseñarse un plan. Por lo visto resulta crucial no ensañarse con las malas hierbas, porque una actuación química excesiva o prolongada, además de producir una resistencia mayor, mata también las buenas, como ya avisa desde antiguo la parábola de la cizaña. Se trata, por el contrario, de conocer a fondo las debilidades del terreno y de mimar los cultivos convenientes, porque si lo bueno está arraigado y fuerte no deja crecer lo malo. La malherbología insiste en la paciencia y la cautela, porque sabe que las semillas traidoras siempre están ahí, esperando el descuido, para cumplir con el refrán: «Mala hierba nunca muere».