La Voz de Galicia

Hace un par de meses mandé a Nuestro Tiempo esta columna que, de pronto, ha adquirido una actualidad demasiado espesa:

Crisis y dirigentes

Desde siempre, las crisis han servido para medir la calidad real de las personas y, muy particularmente, de los líderes. En esta que nos abruma,  ya veremos cómo quedamos. De momento se puede decir ya, en primer lugar, que esta es una crisis de dirigentes. No sólo de dirigentes políticos, que también, sino de todas las clases dirigentes. Empezando, claro está, por la clase directiva del mundo financiero y empresarial.

La fórmula fácil podría enunciarse en negativo y con una frase conocida: “No han estado a la altura”. Pero en realidad, debería enunciarse en positivo: “Han estado a lo suyo”. Y está percepción ha calado en la gente: sueldos desmesurados, de esos que significan ganar en un mes cantidades que ni usted ni yo alcanzaremos en toda una vida por mucho que nos sacrifiquemos; bonus por objetivos que daban lugar muy fácilmente al todo vale; lujos y excesos de todo género en la vida personal y en la corporativa, con dinero público o privado, alimentados por una codicia creciente que padecíamos todos, pero, muchos aplaudían o celebraban y no sólo en las revistas del corazón.

Al final, quizá no estemos ante una crisis del sistema, sino ante la crisis de los valores morales de una clase dirigente, cortejada y bendecida por la clase política y los medios de comunicación. Porque también estos, a su manera, en una escala menor, participaban de esa fiesta y la emulaban. Y de hecho, han acudido en su rescate con medidas políticas que unos aprueban y otros bendicen, a nuestra costa: los platos rotos en la orgía tendrán que pagarlos, qué paradojas, quienes menos tuvieron que ver con ella.

Y la gente lo percibe. Se da cuenta de que las elites han fallado, se han dedicado primero a lo suyo y ahora a ayudarse entre ellas. Pero las elites son muy necesarias para garantizar la cohesión social, tienen que liderar la recuperación. ¿Qué hacemos?

Cambiar el modelo. Volver a los cánones de ejemplaridad. Poco tiene que ver, por ejemplo, Santiago Bernabeu, el sobrio presidente de los tiempos más gloriosos del Real Madrid, con los actuales mandamases del fútbol español o internacional.  Se cuentan muchas anécdotas de su ejemplar honestidad. La de que dejaba sobre la mesa el importe del periódico del club si se lo llevaba a casa por la noche, quizá sea la más repetida. Fue un hombre magnánimo, capaz de acometer las mayores empresas y los mejores fichajes, pero nunca pesó sobre él la menor sombra de connivencia con lo deshonesto. Por eso fue tan querido y respetado. Podría acudir también a las biografías de los grandes líderes europeos, los auténticos constructores de Europa, después de la Segunda Guerra Mundial. O a la discreción ejemplar de tantos banqueros y hombres de negocios.

Esa calidad moral de las clases dirigentes, la que les hacía confiables, en la que podía respaldarse una nación entera, se perdió hace tiempo y se manifiesta ahora amargamente en una crisis brutal de la que, por la misma razón, nos costará mucho salir.

Las crisis no son, como a veces se pretende, fenómenos mecánicos de la economía que se reproducen según un patrón previsto, como los ciclos de la naturaleza. Entre otras razones, porque en la vida social y económica interviene la libertad humana: es decir, la capacidad moral de cada generación. Esta nuestra, tan poderosa técnicamente,  sufrió una grave crisis moral que, como casi siempre ocurre, terminó por arruinar también el bienestar económico.

Podemos darle muchas vueltas. Pero el gran problema es de confianza, no tanto en la economía misma, como en las clases dirigentes de cualquier tipo. El pueblo llano hace tiempo que no celebra el pelotazo, ni el tiburoneo económico, aunque siga envidiando y emulando a esos ricos y su estética, aunque se haya contagiado de sus torpes prioridades vitales. Les envidia y les emula aún, pero ya no confía en ellos.

En la cumbre de Washington deberían haber empezado por reflexionar sobre esto.