La Voz de Galicia

Vengo de Chillida-Leku, el caserío donde el escultor vasco organizó un muy peculiar museo con parte de su obra. Me gusta mucho Eduardo Chillida y me gustan poco los museos. Así que he estado visitándole en sus esculturas —empezando, claro, por el peine de los vientos, donde me hubiera pasado la tarde—, pero no tenía la menor intención de enfilar la carretera de Hernani para acercarme a Chillida-Leku. Un conjunto de acasos y algo de afán de agradar terminaron dejándome allí esta mañana. Y ahora estoy muy contento de haber ido y muy agradecido a quien me llevó. Las obras de Chillida son muy a propósito para la contemplación. Y como todo arte verdadero, sus trabajos se explican solos y a su manera, que requiere atención, parsimonia y, curiosamente, tacto. No me refiero ahora a la delicadeza en el trato con las personas y las cosas, que también, sino al tacto mismo: conviene palpar las texturas diversas del acero corten, de la madera o del granito, quizá porque Chillida quiere que aprendas a querer esos materiales con sus imperfecciones. Quizá quiere que aprendas que lo defectuoso forma parte de lo real, y que lo real se presenta casi siempre en formas asimétricas: el caserío, vaciado por el propio Chillida, es un prodigio de asimetría que produce una espacio leve y aéreo, pese a la pesadez de los materiales, pese a la torsión de las vigas, pese a la descomunal puerta de lados desiguales, pese a todo. El visitante que se obsesione con las imperfecciones —en este caso, buscadas—, no entenderá nada, porque no habrá sido capaz de dejarse abrazar por el conjunto. De la misma manera que las personas que solo ven —o ven en primer lugar— los defectos ajenos, jamás pueden entender al otro, hacerse cargo de quién es ni, mucho menos, ayudarle. Porque al final, quien solo ve defectos se está mirando a sí mismo.