La Voz de Galicia

Se casaron en abril, en una capilla que descansa sobre una campa breve, contra una hilera de robles y castaños, en medio de labrantíos, completamente aislada, pero cerca del lugar donde vivía mi madre y donde nacimos dos de los cuatro hijos. Cuando aparecían las margaritas en la campa, mi madre se ponía muy alegre “porque era señal de que chegaba o San Xorxe” y, con él, la campa se llenaba de fiesta. Eran muy jóvenes entonces y no tenían nada. Se casaron arropados por los dieciséis hermanos que suman entre los dos y se fueron de luna de miel dos días a Lugo. Quizá tenían algo de miedo. Pero eran muy felices.
Los dieciséis siguen vivos, solo que Antonio se fue a Buenos Aires, y el otro Antonio, a Francia. Y no volvieron. Pepe se fue a Holanda, y el otro Pepe, a Baracaldo. Luis marchó a París y Ricardo a Alemania. Los demás se abrieron camino como pudieron, muchos en A Coruña. Mis padres, también: pasamos casi veinte años muy felices en un tercero de la calle Monte Alto. Lo compartimos con otra familia al principio. Mi padre trabajaba como ordenanza, como cobrador, como representante, como… Fuimos a una escuela que había en la calle. Después, al colegio nacional del barrio. El bachillerato lo hice en Salesianos.
Por fin, compraron un piso y pagaron, con muchos sustos, la hipoteca: mi padre perdió el empleo principal (quebró la empresa) en vísperas de las bodas de plata. Pasó casi un mes simulando que salía a trabajar. El día del aniversario, al caer la tarde, me acompañó al autobús y me lo contó. Llamé a mi madre y dijo: “Ya lo sabía. Veía que no dormía por las noches. Pero pensé que si no quería darme el disgusto ahora, ¿para qué disgustarlo más?” Ella había velado sus noches rezando («Sagrado Corazón de Jesús en vos confío», quizá) y calculando ahorros una hora tras otra. Veinticinco años más tarde fue anteayer. Mañana lo celebraremos. Muy felices.