La Voz de Galicia
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Cuando entras en la exposición de Enrique Lista la primera im­presión es la de entrar en un templo. Pero en un templo laico. Todo refuerza la idea de basílica. La iluminación, la teatralidad y la disposición de las piezas. Suponemos que María Marco, la comisaria de la muestra, ha­brá tenido gran parte de cul­pa. En su título Políptico. Un comentario sobre la puesta en valor del patrimonio está im­plícito el meollo del proyecto, que no es otro que poner de re­lieve el secuestro, institucional o mercantil, de las imágenes identitarias, jacobeas y demás imaginería vernácula. Pero son además primorosas fotografías de alimentos, exvotos comesti­bles, souvenirs jacobeos. Es de agradecer la preocupación del artista por lograr imágenes que no solamente poseen solvencia conceptual (no siempre el arte conceptual ha sido justo con sus imágenes), sino que presentan una gran potencia evocadora. Buenas fotos para sostener bue­nas intenciones.

Al fondo hay un altar en el que Enrique Lista desarrolló un oficio performativo la noche inaugural. Un improbable sacerdote con un misal diferente. Nada más entrar hay un cepillo, muy de moda tras las peripecias calixtinas, capaz de obrar milagros: transforma el dinero de la piedad en dinero negro. Un objeto imantado, con atávicas y sagradas propiedades. Ahora parece imprescindible en el equipaje del buen chamán contemporáneo.

La militante ironía de Enrique Lista aflora en todo lo que tiene que ver con las transacciones in­telectuales. El comercio de mer­cancía artística y la posición del artista, siempre precaria, den­tro del mundo laboral. En sus primeras obras, cuando todo el mundo se apresuró a colgarle la etiqueta de conceptual (que aho­ra se sacude gracias al brillante empleo de la fotografía) llegó a retratarse con un cartel que de­cía «Hago arte por comida». El mundo del arte dependía de un enorme cepillo que antes llena­ban las instituciones públicas y las grandes fundaciones. Lo que en el cepillo era limosna en el arte era subvención o beca. Por eso, mientras un fontanero no tiene que dar explicaciones por las retribuciones de su trabajo, al artista contemporáneo se le fiscalizan desde sus intenciones hasta sus resultados. No es que Enrique Lista pretenda justificar lo que hace, es justo lo contrario: contesta con humor al frecuente estupor que le sobreviene al es­pectador desinformado o, mejor dicho, al espectador instalado en la desidia o en la desafección.

La descontextualización es la golosina favorita de los artistas y uno de los verbos más con­jugados por la crítica. Usar los códigos de la semiótica para so­luciones inesperadas; trastear con la escala o los reclamos pu­blicitarios; hacer de los iconos audiovisuales las nuevas divisas panteístas.

En el caso de Lista se trata de servirse de las liturgias judeo­cristianas para sus críticas al consumo de cultura. Juega con ventaja, todos llevamos impre­sos, en el fondo de nuestro sub­consciente, por repetición, los misterios de un viacrucis.