La Voz de Galicia
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El objeto construido y el espacio ordenado nacen de una necesidad. Hay una razón práctica. Cuando ya no son necesarios se convierten en ruina. Son los artistas los que suelen interesarse por esta especie de arqueología contemporánea, por este noble escombro. Aunque a veces son los propios arquitectos los que firman auténticas escombreras. Lujosas y rutilantes, pero escombreras. Cuando el arquitecto está tan tercamente presente que manosea cada metro cuadrado con la grosera intención de trascender, entonces se producen paradojas de difícil digestión. Como el Gaiás. Un museo sin paredes o una biblioteca en la que la estantería es más protagonista que los volúmenes que alberga, como si el conocimiento se pudiese almacenar a granel. Todo forma parte del decadente fin de fiesta en el que parece que vivimos: arte contemporáneo sin espectador, arquitectura sin cliente.
EL Centro Torrente Ballester de Ferrol alberga dos exposiciones que ofrecen reflexión en este estado de cosas. La primera es una silenciosa colección de sillas, comisariada por Luis Gil y Cristina Nieto. Lo primero que te encuentras es un bosque de sillas thonet, modestas, robustas y razonables. A salvo de ideas estrafalarias. Porque la silla también ha sufrido al arquitecto, a sus ansias de eternidad. La utopía es incómoda y lo que los arquitectos llaman «ser radical» acaba siendo un insoportable dolor de espalda. La silla thonet, en cambio, te abraza y te pone un libro en las manos. No te pide, a cambio, que conviertas tu casa en un santuario. Esta exposición es un tributo a las sillas que funcionan.
Cuando subimos una escalera nos recibe Wellcome to my loft, una obra de Manuel Caeiro que da titulo a la segunda exposición. Comisariada por Ángel Calvo Ulloa, la muestra se ocupa de lo que pasa cuando ciertas la autoría de la construcción cede terreno al usuario. La intención inicial cede al impulso abstracto, esto es, el objeto se libera de su pecado original para ser herramienta artística. Esto ocurre en la obra de Rosell Meseguer. Una elegía a las fortificaciones de la costa, al litoral bunquerizado, un telón de hormigón para prevenir el ataque de la flota enemiga. Un hermoso monumento al miedo. El vídeo de Carlos Maciá arranca humanidad al plástico de una hamaca en una piscina, como si los objetos tuvieran vida propia cuando no estamos presentes. Las montoneras de Liam O’Callaghan, como las de Miren Doiz (que no está, pero podría), ordenan el detrito hasta convertirlo en composiciones clásicas, primorosamente fotografiadas. Los encuadres de Jose Lourenço, tomados de impersonales edificios, son completamente abstractos hasta el momento en el que, a través de una ventana descubrimos un rastro humano, cotidiano e intrascendente como una maceta. Entonces la arquitectura, de nuevo, se libera de su pesado lastre ideológico.