La Voz de Galicia
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Tenía preparada una larga lista de nombres de artistas, cercanos al trabajo de Teo. Es una técnica frecuente en la crítica de arte que trata de explicar el trabajo de un artista, hablando de otros. Entonces volví a ver la exposición y ya no me quedaron ganas de enumeraciones ni de párrafos hurtados a la Wikipedia. Me di un atracón de buena pintura. Porque Teo Soriano sale a los medios para mostrar, sin especulación alguna, toda la pintura que lleva dentro. La muestra huye de la frugalidad de un montaje conceptual y tiene empaque de retrospectiva, aunque sea obra de los últimos cinco años. No es un pintor que hace visibles las ensoñaciones de un comisario, es justo lo contrario: un comisario (en este caso, comisaria: Asunta Rodríguez) que presenta respetuosamente la obra de un artista, desplegándola en lúdicas combinaciones, jugando con los formatos, las texturas y la temperatura del color. Un rico muestrario para presentar, por fin, el trabajo de uno de los pintores más personales e independientes del panorama gallego.
Es como profanar, obviamente en el buen sentido, la intimidad de su estudio. En el estudio de este artista cohabitan el pintor y la pintura, cuya presencia es, a veces, independiente de la del pintor. En el suelo hay tubos de óleo desbaratados, en los que la pintura se seca antes de ser usada; trapos con los que se limpian los pinceles y pinceles que pintan aunque nadie los sostenga; trozos de papel con bosquejos y materiales que no aparecen en ningún catálogo de bellas artes. Toda esa gramática aparece finalmente en la obra. Con frecuencia el suelo es más rico que la pared e incluso que la tela tensada en el bastidor. Teo Soriano lo sabe y actúa dentro y fuera. Nunca se convence a sí mismo. Por eso en su estudio están presentes el pintor, la pintura y el Otro, que es un alter ego levantado con autoexigencia y una adecuada dosis de escepticismo. El Otro, mitad censor mitad demiurgo, es el que mantiene la tensión y recluta la mancha, el color o la materia. El pintor sufre. La pintura sale a flote. El Otro tortura.
En las paredes no cuelgan conclusiones ni sentencias. Es un gran borrador en el que las tachaduras son más interesantes que la caligrafía aburrida y límpida que ofrecen otros artistas, manufacturadores de sí mismos. Contra toda certeza, el anhelo de lo incierto. Contra las deudas contraídas con los clásicos, el temor, a tenor de lo visto innecesario, de ser insolvente.
Al montaje de esta exposición hay que añadir las dificultades que plantea un edificio en el que el arquitecto (y su desmedida afición por el panelado de madera y el oropel de las barandillas) está groseramente presente. El montaje sale airoso porque está planteado paño a paño, siendo cada uno de ellos un verso suelto. Y verso a verso es un redondo soneto, adecuado para un artista como Teo, al que solo le falta una capa española para ser un personaje del Siglo de Oro. Quedan patentes todas las pieles de su pintura, que van mudando de obra en obra en un discurso abierto y en permanente movimiento. Teo podría vivir dentro del Kiosco, mientras dura la exposición, y no podríamos descartar que las obras no sufrieran cambios. Su obra se mueve con él y él la acompaña no dando nada por sentado. Podríamos  convenir que sus obras se terminan cuando alguien las rapta del estudio.
En el gran formato se muestra ordenado y elocuente, pero en el formato pequeño es íntimo y exquisito. Sus monocromos son Pantones redimidos de su condición de herramienta gráfica; como si se produjera un motín en la carta de colores; como lingotes de color reclamando su condición de objeto. Estas pequeñas piezas niegan su planitud porque el color está empastado y si te mueves en rededor resulta que el color también es materia y la luz tropieza con una superficie rugosa, creando un dulce recuerdo a grano fotográfico o a zócalo encalado.
En los cuadros grandes serena su pulsión matérica para, sin llegar al color plano, adelgazar el caudal de la brocha hasta el punto de ensamblar materiales ajenos a la pintura, que son espacios neutrales con los que armar el cuadro. Colocar una madera de canto es trazar una línea; colocar lona de camión es fijar en la partitura un sonido sordo, sobre el que levantar los otros acordes, los de la pintura peinada a sutiles brochazos; recurrir al aluminio es tomar la impronta roma de los materiales industriales, aroma de ferretería. Y de trementina, el perfume de los clásicos.