La Voz de Galicia
Navegar es necesario, vivir no es necesario (Pompeyo)
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Se nos ha ido Eduardo Chamorro. Ayer mismo, horas antes de su muerte, estuve charlando con él por teléfono sobre su próximo artículo, que ya no salió del tintero. Eduardo iba a analizar, con su estilo afilado y certero, lo que definió como «pavorosa imagen» de Fraga y Moratinos durante su reciente visita a Guinea Ecuatorial. 

Era un tipo generoso que, desde la altura de su trayectoria, no dudaba en animar a los pipiolos como yo, que casi estamos empezando en esto de la literatura y el periodismo. En enero, por ejemplo, me propuso un «intercambio de rehenes». Él me envió su último libro: España siglo XXI. Relatos de la izquierda y la derecha y, a cambio, yo le remití O embigo do mar. Tengo aquí la dedicatoria que plantó en la primera página de su excelente texto, en la que da la medida de esa generosidad con los novatos a la que aludía antes.

Tuvo las agallas y el talento suficientes para traducir al inmenso James Joyce. Nada menos. Por eso, tal vez la mejor despedida a Chamorro sea recoger aquí su versión del que probablemente sea el mejor remate de la historia de la literatura, que no es otro que el final del cuento Los muertos, que Eduardo tradujo para la edición en Cátedra de Los dublineses: 

«Unos roces en el cristal le hicieron volverse hacia la ventana. Había comenzado de nuevo a nevar. Contempló somnoliento los copos, plateados y oscuros, cayendo oblicuamente contra la luz de la farola. Había llegado el momento de que emprendiera el viaje hacia el oeste. Sí, los periódicos tenían razón: nevaba de igual modo sobre toda Irlanda. La nieve caía sobre todos lso lugares de la oscura llanura central, sobre las colinas sin árboles, caía dulcemente sobre el Pantano de Allen y, más hacia el oeste, caía suavemente en las oscuras olas amotinadas del Shannon. Caía también sobre todos los lugares del solitario cementerio en la colina donde Michael Furey yacía enterrado. Yacía apelmazada en las cruces y lápidas torcidas, en las lanzas de la pequeña cancela, en los abrojos estériles. Su alma se desvaneció lentamente asl escuchar el dulce descenso de la nieve a través del universo, su dulce caída, como el descenso de la última postrimería, sobre todos los vivos y los muertos».

Como diría ese ratón de biblioteca llamado Firmin -que tanto le gustaba a Eduardo-, se nos ha ido uno de los grandes.