La Voz de Galicia
Girando en círculos sobre la música pop
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Isabel Pantoja
Palacio de la Ópera, A Coruña
8-12-2013

Impresionante. A la quinta canción Isabel Pantoja ya había recogido dos ramos de flores, escuchado un «¡Vivan tus ovarios!» dicho a voz en grito y tenía al público literalmente comiendo de su mano. Levantando el mentón y mirando al infinito con la sonrisa petrificada, la artista se daba un baño de aplausos y adoración. Acababa de interpretar, rabiosa, Pero vas a extrañarme. Lo hizo como si estuviese pisoteando a un insecto, exagerando la lija de su voz y la vena hinchada de la garganta. Y el público, buscando un destinatario del desaire en sus pensamientos, se lo agradeció elevando al infinito la adoración.

Uno, que cubría la información para La Voz, se encontraba entonces boquiabierto. De verdad, no sabía a dónde mirar. El espectáculo, en principio, se encontraba en el escenario. Pero lo de las butacas resultaba algo tan imprevisible que no se sabía por dónde iba a salir. Tipos que espontáneamente se arrancaban a bailar sevillanas con brazos sinuosos, señoras con peinado esculpido en laca desgañitándose para decir “¡Fuerza Isabel, fuerza!” y hasta una niña capaz de dar su empujoncito de ánimo a la artista. «Digan lo que digan te queremos», le espetó una vocecita preadolescente. «Uy, eso es una niña», respondió ella desde el escenario. «Yo no veo la tele, así que no me importa. Y tú tampoco la deberías ver y dedicarte a cosas más educativas como la música», añadió. De nuevo, se produjo una explosión de aplausos.

La Pantoja vende marca. Así el recital empezó con toda una exhibición de iconografía: un video de introducción con las diferentes etapas de su vida que remató con su nombre estampado en el fondo del escenario. Luego, entró una orquesta de 12 músicos que, en plan concurso Gente Joven, trenzó un instrumental de aroma setentero propulsado por vientos y unos coros sedosos que decían: «I-sa-bel, I-sa-bel». Y apareció ella. Ahí de negro, amplificada por la pantalla gigante y, por supuesto, dejándose querer. Con una mano en el corazón y otra saludando de forma circular como un torero en la plaza. En nada, ya estaba (sobre)interpretando sus canciones con esos característicos tirabuzones vocales. De la primera, Embrujada por tu querer, salieron versos como «en carne viva por tu culpa el corazón». Ahí es nada.

Sí, hubo pasión a chorro. También tres cambios de vestuario, mucho «aquí estoy yo y a mí no me tumba nadie», invocaciones al Cristo de la Redención y un diálogo constante con el público, que iba moldeando la actuación sobre la marcha. Como si de una rapera dándose un chute de ego se tratase, la Pantoja empezó a improvisar sobre una sevillana. Decía que echaba de menos al «que se fue hace 30 años», pero que podía ver sus ojos en su nieto. «Me lo has mandado tú», aseguraba mirando al techo, como si quien establece comunicación directa con el más allá, mientras sus fieles vibraban. Terminada esta, anunció que le iba a decir «cuatro cosas» a otro. Y más adelante quiso dejar clara una cosa: «No me vas a hundir». Al rato puntualizó con un «No me van a hundir» Si algún neófito en el pantojismo (raro con entradas iban de 80 a 35 euros) no pillaba algo, ahí estaban sus fans para hacer las anotaciones. «Paquirri murió hace 30 años», explicaba una señora de más de 60 años a su hija, encantada de la vida.

Toda esta reafirmación deambuló entre un inicial tono orquestal y el acompañamiento sobrio de piano posterior. Y, en su último tramo enfiló, el cierre con un conjunto flamenco a golpe de mix de villancicos y la esperada Salve Rociera,con todo el Palacio de la Ópera en pie. Tras ella y después de más de dos horas y media, abandonó el escenario. No volvió a salir. Algunos protestaron por la ausencia de bises. Otros por escamotear piezas como Se me enamora el alma.«No le costaba nada y hubiera quedado genial», se lamentaba a la salida una asistente. Y uno, confirmó que existen otras burbujas musicales más allá de las que eligió para vivir. En esta la gente se vacía y se entrega como pocas veces se puede ver en un concierto de rock. Lástima que sea imposible establecer un puente emocional más allá que el de un curioso (y asombrado) observador.

Foto: Paco Rodríguez